El Viaje a Atenas

LAS BOTAS BOSTEZANTES

Ioannis emprende un largo viaje con dos vertientes superpuestas: una exterior y otra interior. En la primera parte de la novela, y en el plano “externo”, Ioannis, el protagonista,sale de París y cruza, a bordo de varios trenes, diferentes países europeos hasta llegar a un lugar de Grecia, para continuar viajando por dicho país y a través de las calles de Atenas. Durante el trayecto describe, de una forma muy plástica tanto sus sensaciones como a los personajes y escenarios con los que se va encontrando en el camino. Pero Ioannis no es un viajero mas que regresa a su patria, es un revolucionario cansado y enfermo que aprovecha su estancia en el tren para relajarse y realizar, en paralelo, su propio viaje interior al pasado.

Se dice que hacia los 50 años ha llegado la hora de la verdad, y dicha afirmación parece ser cierta en el caso del protagonista que ha sido “combatiente, prisionero, combatiente, emigrado, enfermo crónico, aprendiz de revolucionario...”(sic). Dentro de él se agolpan sentimientos de odio hacia los represores; de amor, personalizado en Tania, su compañera;de inseguridad, producto de la enfermedad, de cuerpo y alma, y de la certeza creciente de un mundo, dividido en Este y Oeste, que poco tiene que ver con lo que él pensaba o deseaba. En la segunda parte, tras 23 años de ausencia, la llegada a su ciudad, Atenas, le depara pequeñas alegrías, retazos de gratos recuerdos, ternura, sensualidad, sexualidad..., pero también comprueba que son muchos los signos de un nivel de bienestar que él creía pura propaganda de la Dictadura de los Coroneles. Empieza a pensar en la inutilidad de la acción encomendada y a dudar de sí mismo y de sus jefes, sintiéndose cada vez mas enfermo y más harto hasta llegar a un estado en el que no le importaría morir. La muerte aquí no tiene matiz pesimista, sino que surge como el final natural de un ciclo, de una forma de pensar y vivir que ha desembocado o esta derivando hacia otra, ni mejor ni peor, sino diferente.

“El viaje a Atenas”, una novela realista, política, humana y existencial, se lee de un tirón y la escritura ágil y certera de Juan Iturralde, seudónimo de José María Pérez Prat, hace que el lector viaje de la mano de Ioannis, vea a través de sus ojos y viva cerca de su corazón el ocaso de una época con todos los sentidos a flor de piel. Solamente hacia el final, el texto se vuelve un tanto farragoso pero, para entonces, el lector ya esta completamente enganchado con la trama. Y lo que no sabrá, hasta que no haya terminado la lectura, es que Ioannis pasara a formar parte de ese grupo de personajes inolvidables que se quedan allí, colgando, en algún lugar de la mente.

Victoria Eiroa

Una testamentaría y tres dedicatorias.

A la memoria de José María Pérez Prat

Hacía ya muchos años que había muerto mi abuelo y su testamentaría seguía sin hacer. Era una cosa muy complicada, con muchísimas acciones de dos duros cada una, pero que había que valorar y repartir. Su viuda, mi abuelastra, estaba preocupada y quería terminar con aquello antes de que se uniera a la suya y me dijo que había decidido que no la hiciera mi padre, que se la había dado a un amigo suyo, sobrino de una compañera de colegio de ella, que era abogado y al que yo conocía por haber visto una o dos veces en su casa, de visita: José María Pérez Prat. También había decidido que, de las tres nietas de mi abuelo, era yo la que tenía que ayudarle, porque él estaba espantado de lo que se le venía encima, porque no se dedicaba a testamentarías, porque se negaba a semejante tarea solo y porque yo era la única de las tres que tenía algo que hacer (a mi abuelastra le mejoraba el cutis amargarle la vida a los demás). A mi el encarguito me cayó como un tiro. Tenía dos hijos muy pequeñitos, muchísimo trabajo y me molestaba que hubieran dejado a mi padre fuera, lo que, por otra parte, a él le tenía encantado por librarse de semejante muerto.

Así es que, de muy mala gana, llamé al teléfono que me dio mi abuelastra y hablé con un señor adusto y malhumorado, que estaba furioso de haberse sentido obligado a aceptar el encarguito, que me dijo varias veces que, o lo hacíamos todo juntos o no lo hacía y me dio un horario inflexible para ir yo a su casa a trabajar con él y, si no me venía bien, me aguantaba. Le dije que no tenía ni idea de cotizaciones de bolsa y me contestó: Yo tampoco, ya somos dos y colgó.

Al menos, vivía a una distancia de mi casa que me permitía ir andando y, el día en que habíamos quedado, a media tarde (había decidido él que íbamos a trabaja dos horas, tres días a la semana, de cinco a siete), allí me encaminé maldiciendo a los genes que me incapacitaban para decir que no. Llegué a su casa, moderna, lujosa y bonita (yo había pensado que sería una especie de cueva, por el tono en que me habló, antipático y seco) y me abrió la puerta un señor muy mayor, mucho mayor en apariencia de lo que era realmente; con todo el pelo blanco, menudo y de una intensa mirada que le daba una belleza extraordinaria. Fue educado, pero distante y seco, me dio la mano y me pasó rápidamente a su despacho y, en la mesa, uno frente a otro, nos pusimos en el acto a calcular los valores de las acciones, con los que le habían dado en el Banco de España.

Tras más de una hora sin levantar cabeza y sin decir más palabras que las necesarias para la tarea que realizábamos, mirando a lo que hacía y, como hablando solo, exclamó: "Tu abuelo era un imbécil"; levantó la cabeza y me miró, completamente serio, pero con los ojos muriéndose de risa. Le miré, completamente seria y le contesté: "Y un miserable"; "Un meapilas", me respondió, con una sonrisa; "Un cobarde", añadí yo. "Un cabrón", remató él. "¿Conocías bien a tu abuelo?, ¿sabes toda su historia?"; le respondí que sí. Se puso de pie y, tomándome de la mano, me llevó a su cuarto de estar, a un sofá blanco con flores pálidas, que recuerdo como el sofá más grato en el que me haya sentado nunca porque en él pase larguísimas tardes de maravillosa charla con una de las más extraordinarias personas que he conocido, que he tenido la suerte de tener junto a mi en mi vida. Me pidió que le contara la historia de mi abuelo, la versión que me habían dado mis padres porque él solo conocía la que le había dado mi abuelastra y le parecía rara. "Ya que me va a dar tanto trabajo, al menos, conocer bien cómo fue". Yo le conté la historia de mi abuelo, pero él a mi la suya, sus oposiciones, su boda, la llegada de sus hijos., me presentó a su mujer, tomé el te con ellos, querían que me quedara a cenar ¡es que eran las diez!, llevaba cinco horas allí. Tenía que volar a casa, pero me dijo que antes me iba a dar una cosa y me trajo un libro: "Labios descarnados", de Juan Iturralde. Le dije que tenía un amigo que se llamaba Iturralde, pero que era músico: "Se te dan bien los Iturraldes, a este lo vas a conocer y os vais a gustar". Me dijo que volviera a los dos días, pero que fuera cuatro horas, dos para trabajar y dos para hablar y que llevara leído el libro (como quien pone una tarea y que se lo llevara, porque, si me gustaba, se lo daría al autor para que me lo dedicase). Lo comencé con desgana, para darle gusto a aquel ser que se me había descubierto como encantador y con una de las conversaciones más amenas que había tenido la suerte de mantener y no pude dejarlo. Magníficamente escrito, con una prosa fluida y perfecto dominio del idioma, la historia te prendía y te obligaba a continuar.

A los dos días regresé a su casa, caminando deprisa y contenta. Me abrió la puerta con una ancha sonrisa y nos pusimos a trabajar. A las dos horas en punto, paró y me espetó: ¿Qué te ha parecido el libro? Se lo dije y hablamos durante largo rato sobre él. Estaba muy contento, pero, cuando le dije que era un libro escrito por alguien muy machista, se indignó y estuvimos discutiendo acaloradamente. Al final, me dio la razón. Eso me dejó sorprendidísima. Nunca una persona de genio tan vivo y tan mayor, había aceptado equivocarse ante mi de ese modo. Me tenía que ir corriendo, volvían a ser las mil: "Te dejo el libro para que me lo dedique tu amigo ¿de qué lo conoces?"; me lo coge de la mano, se va al despacho, lo abre, y tomando la pluma escribe dentro: "Para Ana, víctima, como el autor, de los avatares de la testamentaría de su abuelo, pero que me ha dado la ocasión de conocerla, con el afecto de Juan Iturralde. a) José M Pérez Prat. 17-Enero-1988". Hubo grandes risas, le llamé mil veces tramposo, abrazos, besos y me fui a casa dando saltos por la alegría de que aquel ser magnífico no se quedara, como tantos otros, en el ámbito doméstico. Escribía e iba a dejar su voz a los demás, no sólo su precioso recuerdo a los que teníamos la suerte de conocerlo.

En la siguiente visita, me regaló "El viaje a Atenas" y dentro (como una obsesión): "Para Ana, víctima del testamento de su abuelo, con el agradecimiento de su nuevo amigo viejo. Juan Iturralde - José M. Pérez Prat. 24-Enero-1988". Una novela magnífica y verdaderamente asombrosa. Mi nuevo amigo había nacido en 1917 y había comenzado a escribir en 1975, a los 58 años. Parecía imposible que siendo un escritor como el que era, hubiera podido permanecer en silencio todo aquel tiempo y llegué a pensar que el enorme cariño que había despertado en mi por su proximidad, su naturalidad y la campechanía e igualdad con que me trataba, me estuvieran cegando un poco y busqué y encontré críticas deslumbradas, rendidas, admiradas. Me sentí muy feliz del nuevo privilegio que la vida me regalaba.

Continué trabajando y charlando con él y pocos placeres intelectuales he tenido como el de la conversación de Juan Iturralde de cómo me contaba su modo de escribir y del por qué y el cómo de lo que escribía. Y pocas sensaciones de ternura, de haber encontrado al abuelo que nunca tuve, como la que sentía junto a José María Pérez Prat.

Yo sabía que había publicado otra novela que le dio una fama momentánea como algo magistral sobre nuestra guerra última, pero no conseguía encontrarla y a él no le quedaban ejemplares, así es que me la contó entera y todo su proceso creativo, regalándome unas horas deslumbrantes en que, como una niña, sentadita, en silencio y abrazada a mis piernas, le escuchaba hablar, lleno de pasión creativa.

El día uno de febrero, imprevisiblemente, murió mi abuelastra. José María estaba en Canarias y mandó un telegrama afectuoso a mi madre y una larga carta a mí en que se lamentaba de que la testamentaría de mi abuelo ya no tuviera ningún sentido y me pedía que no dejara de ir a verlo. Una carta tierna y preciosa, como él.

Tuve unos meses vertiginosos en que quité dos inmensas casas, repartí muebles, cuadros, tasé, embalé, di de baja luces, gases. y atendí a mis bebés. De vez en cuando, nos llamábamos y hablábamos nunca menos de una hora por teléfono. De pronto, en una estantería que estaba vaciando en casa de mis abuelos. "Días de llamas". A la carrera, casi sin cerrar la puerta, a primera hora de la mañana, como si fuera a mi casa y sin avisar, me planté en casa de Juan Iturralde y le tendí el libro que estaba dedicado a mi abuelastra. "Tenía que ser este, por eso no encontrábamos otro", me dijo y, en la segunda página escribió: "A Ana, joven y tierna amiga a quien tengo la sensación de haber conocido toda la vida. Con todo el afecto de su viejo y pellejo "abuelo". José María".

Leí aquel libro, lo único ya que podría leer de él, porque sólo escribió esas tres novelas en su vida, como si me fuera la vida en ello. Y le llamé deslumbrada y feliz. Hablamos horas y, ante mis lamentos de que sólo tuviera tres novelas, con voz de niño pícaro, me contó un secreto, estaba terminando una novela, la mejor: "Hans y las lluvias de abril". Era muy larga y se había sentido muy bien en ella. Me la contó entera e incluso me permitió discutirle cosas. Quedé con taquicardia de ansiedad y me prometió una copia que nunca llegó, por desgracia, por terrible desgracia.

Hablamos varias veces más, me leyó fragmentos de su magnífico Hans, pero en octubre, de pronto, murió mi padre. También José María estaba en Canarias pero sus llamadas de teléfono fueron el mayor consuelo que tuve en esos días. Una larguísima enfermedad de mi madre, su muerte a los nueve meses de la de mi padre, la muerte del hermano de mi padre, dos meses después, la de mi madrina, quince días antes que mi madre, la grave enfermedad de mi hijo mayor. durante largo tiempo, no tuve más que la voz de José Mª Pérez Prat al teléfono, con palabras de consuelo desolado. Un silencio muy largo y, al fin una llamada. Casi no podía hablar. Había tenido una endocarditis y creía que un derrame cerebral porque le costaba pensar. Con un miedo extraño, en voz muy baja, le pregunté por Hans y hubo un largo silencio. "La he destruido. No me gustaba, quería escribirla de nuevo y ahora ya no podré". Rompí a llorar y le oí que lloraba. Colgamos. Fui a verlo varias veces, pero ya no era él, quedaba esa especie de abuelito maravilloso que me había adoptado pero en lugar de protector, como lo fue en la muerte de mi padre, desvalido y perdido. Ahora ya no está, no están ninguno de los dos. Juan Iturralde se fue, junto a José María Pérez Prat en abril de 1999, debía de ser en abril, y se fue con su "Hans y las lluvias de abril", pero nos dejó tres novelas espléndidas, sobre todo, "Días de llamas" y a mi el más tierno y hermoso de los recuerdos.

Ana Serrano Velasco

EL CULTURAL (El Mundo). Ángel Basanta. 2003

Juan Iturralde, seudónimo de José María Pérez Prat (Salamanca, 1917-Madrid, 1999), fue un escritor tardío que llegó en los años ochenta a una minoría de lectores bien informados.

Publicó tres novelas que no tuvieron la difusión que su calidad literaria merecía, aunque fueron elogiadas por la crítica. Sobre todo Días de llamas (1979), considerada como una de las mejores novelas sobre la Guerra Civil y reeditada por Debate en el año 2000. Las otras dos son El viaje a Atenas, “novela de agonía” recuperada en Viamonte con prólogo de Constantino Bértolo, uno de los valedores del escritor en la narrativa del último tercio del siglo XX, y Labios descarnados, que vuelve a poner en circulación esta misma editorial, con prólogo de Luis Suñén, otro de los defensores de la obra “escasa pero intensa” de Iturralde.

El título de Labios descarnados procede de un verso de John Keats reproducido, con otros, en la cabecera del libro. Por eso, desde el comienzo mismo se alude a la muerte, a los estragos debidos a “la Belle Dame sans Merci”, y, de modo más exacto, a la reflexión sobre la vida desde la amenaza de la muerte. Así, muy pronto sabemos que el protagonista vive, a sus cincuenta y tres años, con la incertidumbre derivada de unas pruebas médicas que pueden confirmarle el diagnóstico de un cáncer de próstata. Con el peso de la enfermedad temida y el miedo a la muerte cercana, la vida del protagonista experimenta una profunda revisión tanto en su presente de amargura por las traiciones cometidas como en su pasado marcado por la trágica experiencia de la Guerra Civil.

En efecto, el protagonista descubre su conciencia de culpa por haber abandonado su vocación de entrega al estudio de la literatura como profesor universitario para ganar dinero como ejecutivo de una empesa con sede en Bilbao y así poder llevar con su mujer y sus hijos una vida de mayores comodidades. Este proceso interior da pie para desarrollar una reflexión crítica sobre su presente de agostamiento en lo profesional y en el amor. De manera que se descubre a sí mismo “la hipocresía que consiste en creerse mejor que los demás sin dejar de hacer exactamente lo mismo que los demás” (pág. 31). Pero una inesperada invitación de un antiguo amigo para dar unas conferencias en Estados Unidos le devuelve la posibilidad de reencontrarse con su verdadera vocación. Y, al mismo tiempo, el viaje en barco y el accidente que sufre en la travesía lo ponen en situación de revivir su dramática experiencia de horror y muerte en la Guerra Civil.

Este es el punto culminante de la novela cuyo ritmo interior está llevado con mano maestra en una composición que sigue el esquema clásico de planteamiento, nudo y desenlace. Los primeros capítulos, con el miedo provocado por la posible enfermedad presentida como mortal, encaran al personaje ante su íntimo conflicto alimentado por su elección profesional, que él considera una prostitución. El cuerpo central de la novela se extiende en la revisión crítica de la existencia del protagonista. El accidentado viaje por mar permite la confrontación de pasado y presente, reabriendo las heridas no restañadas de su paso por la guerra en plena juventud y poniendo de relieve su sentimiento de culpa y de fracaso por no haberse conducido con autenticidad en sus decisiones vitales. Finalmente, en los últimos capítulos se ofrece un desenlace abierto, con el personaje de nuevo en España ante su íntima congoja y su extravío existencial reflejado en su errático deambular por las calles de Madrid.

La novela está contada por un narrador en tercera persona que limita su omnisciencia adoptando la visión del protagonista para descubrir su mundo interior por medio del estilo indirecto libre. Pero en los momentos climáticos de su evolución se llega al fluido de conciencia con las alucinaciones del personaje y su onírica confrontación de pasado y presente. Lo cual tiene su carta de naturaleza en la pérdida de conocimiento a causa del accidente en el viaje. Así todo está pensado para una mejor indagación de una vida enfrentada a su decadencia y sus miedos.


ABC Cultural Miguel García-Posada. 2002

"De muerte y resurrección"

Con la edición de Labios descarnados se completa la recuperación editorial de la obra de Juan Iturralde (1917-1999). Hace dos años se reeditó su obra maestra, la memorable Días de llamas (Debate, 2000), y después se reimprimió El viaje a Atenas (Viamonte, 2001). Al alcance del lector está, pues, ya la obra completa e intensa de este escritor tan profesional, aunque no oficiara de tal, que firmó las novelas de José María Pérez Prat con seudónimo, que en este caso era su verdadero nombre literario, el de Juan Iturralde. Escritor tardío pero a tiempo.

Como El viaje, Labios se publicó en 1975. Ambas obras comparten el tema del viaje y la preocupación por la muerte, por el acabamiento trágico del hombre. En El viaje se trataba de un resistente griego, que veía cómo se derrumbaban todas sus ilusiones; en Labios se trata de un importante abogado de una gran empresa y catedrático excedente de literatura, en la difícil, problemática madurez de su edad –cincuenta y tres años–, que se encuentra abocado a un sombrío diagnóstico médico. Quitaba alguna convicción a El viaje el hecho, forzado por las circunstancias, de la ambientación griega de la fábula; no hay déficit en Labios, que narra el encuentro, o mejor su prólogo, del protagonista con la muerte. La circunstancia española –los últimos años del franquismo– palpita aquí con suficiencia.

Proceso de introspección
Inquietantes exámenes clínicos –inquietantes para el protagonista– dan la señal de salida en el relato; turbadores análisis dan la señal de llegada. La novela es la historia de un intenso proceso de intros-pección: enfrentado a la amenaza de la muerte, el abogado hace un lúcido balance de lo que ha sido su vida. Hijo de padre represaliado a causa de la guerra civil, su carrera profesional ha sido al final socialmente exitosa, aunque él la vea como una «carrera de fracasos», porque tiene la conciencia de que se ha dedicado a la «prostitución» al abandonar su auténtica vocación de profesor de literatura. El fracaso –así lo siente él– de la inminente muerte lo rodea de manera obsesiva; vive «rodeado de muertos», por todas partes ve los indicios de la fatal presencia mientras el impulso erótico, según la dialéctica freudiana de eros y tánatos, se le remueve, también compulsivo, marcando la novela de modo esencial. Esa dialéctica se inscribe dentro de una mirada analítica y precisa al mundo circun-dante, que a veces se produce a través de inteligentes enumeraciones y siempre se manifiesta con esa pasmosa ductilidad que poseía Iturralde para combinar espacios y tiempos, sin alterar el tiempo principal del relato.

Viaja primero en tren el protagonista y después lo hace en barco. El primer viaje es español y empresarial: acude desde Madrid a Bilbao convocado a un consejo de administración. El segundo viaje es americano y literario: marcha a Estados Unidos para dar unas conferencias sobre literatura española. En el curso de este viaje, en la ida, sufre una experiencia capital que lo pone al borde mismo de la muerte. Diez páginas gloriosas cubren este tramo culminante de la novela, en la que el protagonista padece un tremendo proceso alucinatorio en el curso de un episodio que no adelantamos al lector, y que es descrito por el narrador con majestuosa belleza y fresca inventiva. La narración se ordena en torno a esta secuencia culminante, de manera que es plausible considerar la historia como el relato de un ascenso, un punto culminante y un descenso, según muestra Luis Suñén en su prólogo. Este desarrollo no atenta, más bien la completa, contra la invocada estructura circular de la obra.

Entre realidad y pesadilla
En esas páginas el todopoderoso punto de vista del personaje principal alcanza su cenit. Marcan también una inflexión porque él no podrá sobreponerse nunca a esa experiencia y la muerte se convertirá no sólo en una amenaza sino también en casi una presencia física. El protagonista se identifica no por azar con el mito evangélico de Lázaro y fluctúa entre la realidad y la pesadilla. Su «reencuentro profesional» en forma de éxito –lo son sus conferencias– no saca ya al personaje de esta conciencia de Lázaro. La interpretación que efectúa de su preagonía es sintomática en su buscada ambigüedad. Tema este el de Lázaro recurrente en la literatura contemporánea; recordemos tan sólo los grandes poemas de Guillén («Lugar de Lázaro») y Cernuda («Lázaro»). La tumba no se cerró nunca más para Lázaro; tampoco se cierra para esta versión novelesca del mito. Por eso hay quienes han visto esta novela y El viaje como ilustración del tema o mito más amplio del descenso a los infiernos. El personaje soporta además en su conciencia el recuerdo de la guerra civil, en la que adoptó convicciones conservadoras por arbitrario enfrentamiento con su padre, que a punto estuvieron de costarle la vida. Por aquí, por su dramática experiencia carcelaria, entronca el protagonista de Labios con el magnífico juez de Días, Tomás Labayen.

Juan Iturralde escribió con Labios una espléndida novela –novela corta o relato largo, da lo mismo–, servida por un excepcional estilo de narrador. Sin ir contra la economía del género se despliegan aquí auténticas epifanías verbales. Pero en vano buscará el lector referencias a esta novela en algunas acreditadas enciclopedias y podrá comprobar la escasa atención que se dedica al autor en canónicos diccionarios de literatura. Es igual. El catador de esencias no se sentirá defraudado. Al final eso es lo que importa. Iturralde escribía para ese lector.

ABC Cultural. Miguel García-Posada. 2002

"La agonía de un perdedor"

Juan Iturralde, seudónimo de José María Pérez Prat (1917-1999) es el autor de la gran novela sobre la guerra civil Días de llamas, cuya última edición (Debate 2000) parece haberle conferido definitivamente el rango excepcional que le corresponde en la vasta literatura sobre la cuestión.Y decimos parece porque la novela lleva 20 años publicándose (1979,1987, 2000) mientras los canonistas se resisten velis nolis a otorgarle tal lugar. Una reciente y abundosa enciclopedia de la novela española, que censa y describe cientos de títulos, algunos mediocres, pasa por encima de Días de llamas. Una también reciente Breve historia de nuestra literatura, breve pero con cerca de ochocientas páginas en formato de bolsillo, omite también toda referencia a Pérez prat.

No ser un escritor profesional -en el peor sentido del término- posee sus inconvenientes, y Pérez Prat, abogado del Estado, autor oculto bajo seudónimo, los ha pagado hasta el exceso. Esta novela que ahora reedita Viamonte, El viaje a Atenas, se publicó por vez primera en 1975 con el sello de Barral Editores, y venía precedida de una enigmática nota editorial, que invocaba el seudónimo y hacía al autor nacido "en una ciudad del reino de León", esto es, Salamanca. Emerge, pues, del olvido como obra prácticamente desconocida, que obtuvo en su primera salida el ninguneo de rigor.

Y, sin embargo, y sin alcanzar la grandeza de Días de llamas, dista de ser un texto desdeñable. Las circunstancias históricas determinaron, con todo, un vicio de origen, que conviene explicar. El viaje a Atenas es la historia de los últimos días de un viejo resistente griego a las sucesivas dictaduras de su país. No era éste el primitivo plan de Iturralde, que pensó primero en ambientar su novela en España, de modo que el viaje a Atenas lo fuera en realidad a Barcelona y la resistencia lo fuese al régimen franquista. Pero la censura era obstáculo infranqueable y el autor decidió entonces cambiar los ecscenarios y el protagonista de su relato.

En contrapartida se documentó abundantemente para su novela, aunque no viajó nunca a Atenas. Pero hay, con todo, algo de forzado en esta crónica de un resistente griego contada por un español. ¿Lo detectaríamos si no contáramos con el dato facilitado por el propio autor? Creemos que sí. Es un problema de forma interna, de visión íntima, por más que Juan Iturralde salve el expediente con loable profesionalidad y se muestre razonablemente verosímil, aunque sólo razonablemente. De hecho, es sintomático que la novela vaya creciendo en intensidad conforme avanza y el narrador profundiza en el personaje, que responde, por lo demás, a una tipología europea: la del militante comunista, antifascista e internacionalista, que no abdica de ninguno de sus ideales mientras que el mundo en torno cambia aceleradamente y los vuelve a aquellos inservibles.

El viaje a Atenas es la historia de los días finales de Ioannis Vithynos, que vuelve a su país, en la década de los setenta, para cumplir una misión contra la dictadura de los coroneles. A través de su peripecia, y rememorada por el personaje, es toda la historia contemporánea de Grecia, desde la ocupación nazi, la que desfila por estas páginas. No lo hace unívocamente. La rememoración se produce mediante la sistemática conjugación de los planos de la realidad y el sueño, de la realidad y el delirio, que encuentran cauce adecuado en el agonizante que es el protagonista.

Un sistema habilísimo de trasvases, que se intensificarían en Días de llamas, constituye el procedimiento utilizado pata alcanzar tal clima confuso y mixto de realidades y pesadillas. La enfermedad funciona también como metáfora de la inexorable decadencia del protagonista. Todo el relato es la fábula de la caída de ese cuerpo en el dolor. Caída desamparada y al aire libre, pues aunque lo cuiden a veces manos amigas y lo cubran firmes techos, la intemperie. la precariedad, el desarraigo son un signo definidor de la agonía de ese cuerpo, de ese personaje, y del clima del relato. No hay inflexión alguna en el derrumbamiento del protagonista; la novela crece como un tunel cerrado.La imposible salida, el final, es la oscuridad. El resistente nada tiene que hacer y la resistencia misma se halla condenada al fracaso. Una historia demasiado familiar. Una patética historia que habría ganado sin duda de haberse tejido con los hilos españoles que estaban en el origen de su urdimbre primera.

REVISTA DE LIBROS nº 54. Vicente Araguas. 2001

"Tierra de nadie"
La publicación de Días de llamas se produce cuando su autor, Juan Iturralde (seudónimo de José María Pérez Prat), ya no pertenece al mundo de los vivos. En efecto, Iturralde, nacido en Salamanca en 1917, falleció en Madrid en 1999. Tras él apenas un par de relatos largos, El viaje a Atenas y Labios descarnados, que convirtieron a Iturralde en poco menos que un escritor clandestino. Sobre él primaba el ciudadano José María Pérez Prat, ocupado básicamente en sus labores profesionales como abogado del Estado. Sin duda, los conocimientos jurídicos de Iturralde son los que llevaron a Tomás Labayen, juez de instrucción, a ocupar el puesto de protagonista de Días de llamas, un libro (una novela en este caso) más que añadir a la copiosa bibliografía que nuestra guerra ha venido y viene suscitando. Lo novedoso de este libro –que ni por el título (en realidad un préstamo de Víctor Hugo) ni por la portada, la conocida fotografía de un bombardeo, presagiaba nada diferente- está en la ubicación contradictoria de Tomás Labayen. Y no porque en la guerra civil no hubiese gente dubitativa debatiéndose entre el sentimiento y la razón (el general de la Guardia Civil Escobar retratado por José Luis Olaizola en La guerra del general Escobar es uno de los más señalados), sino porque antes de Iturralde nadie había llevado a la novela (de nuestra guerra, ya se entiende) a alguien –caso de Tomás Labayen- encarcelado por la propia legalidad a la que él mismo no había hecho sino defender. Esta es, pues, la primera originalidad de Juan Iturralde: colocar en la situación límite de quien espera la muerte –ordenada desde su propio bando- a quien ha sido testigo, libre y directo, de los primeros meses revolucionarios. Esa espera distanciada –a Labayen, hombre frío, lo escoltan compañeros de infortunio llenos de angustia- contada en primera persona, termina llevando a ninguna parte, o eso deducimos de un final abierto o en suspensión, como el propio proceso ideológico de Tomás Labayen. A través de su mirada aparecen el alzamiento en Madrid, con especial atención a los sucesos del cuartel de la montaña, los últimos días del Toledo republicano, con el Alcázar como fondo evidente, y los días de cárcel del propio Labayen que coinciden con el primer invierno de la capital sitiada; el frente madrileño a punto de saltar por los aires, la llegada de las Brigadas Internacionales, los primeros bombarderos aéreos. Tenemos, pues, tres focos de atención, unidos por la presencia de Labayen: los dos primeros avanzando linealmente, el tercero alternando con los otros dos por medio de una técnica de flash-back bien trabajada. En todos ellos se despliega un excelente retablo en el que la familia Labayen, encabezada por el padre de Tomás, un coronel de derechas, muestra el cúmulo de contradicciones que se patentiza singularmente en el protagonista: un republicano burgués, lector de libros variopintos, pero más bien de ideología izquierdista, a quien no deja indiferente la caza del hombre organizada en su entorno. Y sin embargo, Labayen sigue sus labores jurídicas con ese deje de perplejidad de quien ha de sobrevivir entre tanto dislate. En paralelo con el deambular ciudadano de Tomás Labayen, éste hace un auténtico periplo urbano, lo que facilita su testimonio, aparece su historia de amor con Luisa, una mujer casada con el enigmático Norte; un affaire voluntariamente desangelado, porque a Iturralde, en su afán objetivo y, por lo tanto, distanciador, le salen entre tanta llamarada unos personajes desapasionados. Esta estrategia, sin duda, sirve para escribir historia, y uno no deja de preguntarse hacia qué lado quiso escorarse Iturralde: si hacia el de la historia, que se sirve de la literatura como pretexto, o en sentido contrario.

Sea como fuere, Juan Iturralde es un autor musculado que controla bien el progreso de la acción y de los personajes, que sabe hacer hablar en diálogos bien manejados y creíbles y que utiliza los hechos históricos como contrapunto de una acción que nunca se paraliza o decae. La profesión de Iturralde, por otra parte, es un buen pretexto para que éste pueda acceder a un Toledo en donde los tribunales revolucionarios reaccionan con impotencia cruel ante el espectáculo de un Alcázar que no termina de derrumbarse. Aquí es donde, tal vez, Tomás Labayen se manifiesta más perplejo en una tónica que se sublima en las reuniones familiares, y, sobre todo, en los encuentros eróticos y furtivos con Luisa. Encuentros que tienen lugar, por cierto, en un barrio de Salamanca nada batido por las bombas, en contraste con el de Argüelles, originario de Labayen, en primera línea de fuego. Tomás Labayen acaba encarcelado en una tierra de nadie del espíritu. Un territorio de la angustia al que Juan Iturralde no termina de sacarle el fruto épico que de él obtuvieran autores tan de derechas como Agustín de Foxá (Madrid, de corte a cheka) o Wenceslao Fernández Flórez (Una isla en el mar Rojo). Iturralde maneja mucho mejor la mirada, las sensaciones de su personaje, en sus recorridos peripatéticos por el Madrid sitiado y sus andanzas jurídicas por el Toledo que asedia y a su vez se ve asediado por las tropas nacionalistas, desviadas de la ruta hacia Madrid con el fin de dar el golpe propagandístico que terminarían asestando. Días de llamas, en fin, es una buena novela y un magnífico testimonio, también todo un alarde de objetividad, pero nunca, como nos quiere presentar su editorial, “la mejor novela sobre la guerra civil española”. Esto es mucho decir en un terreno en el que se han movido André Malraux, Georges Bernanos, Ernest Hemingway o, entre nosotros, Max Aub, Arturo Barea, Manuel Andújar, el Camilo José Cela de San Camilo 1936 o el mismísimo Juan Benet. Dejémosla en una novela apreciable y más que digna a la que en próximas ediciones convendría depurarla de las numerosas erratas que la afean y hacen a veces enfadosa su lectura.

BABELIA. Miguel García-Posada. 2001

Editada por primera vez en 1979 (La Gaya Ciencia), Días de llamas, de Juan Iturralde (seudónimo de José María Pérez Prat, Salamanca,1917-Madrid, 1999), pasó casi inadvertida entonces; ocho años después la publicó Ediciones B con elogioso prólogo de Carmen Martín Gaite, y consolidó el reconocimiento de cierta crítica, aunque todavía el Diccionario Gullón la despacha con unas cuantas líneas y el exhaustivo Rafael del Moral hace tabla rasa de ella en su "enciclopedía" de la novela española (1999). Y, sin embargo, este Juan Iturralde, narrador subterráneo que murió no hace demasiado en medio de un turbador silencio, escribió una de las mejores novelas, si no la mejor, sobre la guerra civil. Un relato lleno de rigor y de pasión. Rigor constructivo, pasión por la verdad histórica.


El rigor constructivo lo lleva a combinar el monólogo con la evocación. La novela transcurre así en dos tiempos: el presente y el pasado inmediato,y en dos espacios: la checa donde el protagonista espera ser ejecutado en noviembre de 1936 y el Madrid de los primeros meses de la guerra que conoció en su condición de juez obligado a defender la legalidad y desbordado por la ilegalidad, fiel pese a todo a la causa republicana pero perplejo ante la magnitud y barbarie de la contrarrepresión, republicano convicto y miembro de una familia mayoritariamente rebelde.

El personaje de Tomás Labayen se configura así como un espléndido oximorón, como una contradicción viva, reconciliada en su persuasiva humanidad, que cuenta, analiza, escruta, detalla, vivisecciona lo que fue aquel Madrid y el desarraigo interior de quienes siendo fieles a la legitimidad política veían cómo sus cimientos parecían derrumbarse. Tal voluntad de imposible equilibrio lo llevará hasta una checa, donde compartirá su desgracia con otros desdichados. La condición problemática del personaje, soportada por una espléndida humanidad, hace de él un formidable punto de vista no sectario sobre los acontecimientos. A tales efectos contribuye de modo decisivo la magistral combinación de retrospección y monólogo que el autor lleva a cabo. Sólo alguien con un dominio absoluto de las técnicas narrativas era capaz de semejante prodigio gracias al cual la checa y la calle viven en continua ósmosis. Tal maestría es patente en el quebrado final, que deja la narración trágicamente interrumpida.

EL PAÍS. Rafael Conte. 1980

"Juan Iturralde desciende a los infiernos"

Si la guerra civil española ha tenido buena y mala suerte al ser tratada por la literatura contemporánea -buena en sentido cuantitativo y mala en el cualitativo, claro está-, en las letras españolas este mismo perfil se ofrece distorsionado al extremo: los testimonios son antes de combatientes que de artistas, aunque ambas condiciones se junten a menudo en un mismo testigo. ¿Qué puede haber impedido a un narrador del talento de Ramón Sender escribir la gran novela realista sobre la guerra civil? ¿Por qué el genio descriptivo de Barea se detuvo precisamente en la parte de su obra narrativa que a este tema se acerca? ¿Por qué Cela trasladó el debate a un plano de pesadilla moral, más que testimonial?

Poco a poco las esperanzas se desvanecen, los testigos de primera mano van desapareciendo, los acontecimientos se alejan. Si el viento de la historia determinó que en principio los testimonios narrativos a favor de los vencedores se ciñeran exclusivamente al territorio nacional -en el exterior, la batalla la perdieron desde los primeros momentos, tanto en las literaturas extranjeras con en la escrita en español fuera de España-, cuarenta años después la balanza se ha decantado implacablemente en su contra. Frente a la cantidad y calidad de testimonios narrativos producidos en el mundo entero a favor del bando republicano, los defensores del franquista hacen figura de excepciones cada vez más aisladas y curiosas.

Pero, desgraciadamente, las obras novelescas más valiosas que han tratado este tema son las que han apelado a su vertiente moral, tratándola también con fórmulas de moralistas y hasta abstractizantes. Mientras el testimonio de Gironella, que empezó muy bien, se despeñaba a cada nuevo título, los narradores más sabios construían fábulas morales, más que testimonios: así los propios Sender, Cela o Ayala.

Una excepción en las letras catalanas: Incerta gloria de Joan Sales. Hasta el largo reportaje de Max Aub se pormenoriza en exceso, el de Lera afloja su tensión al prolongarse. Todos, por lo general, reducen sus puntos de vista, renuncian a abarcar conjuntos para privilegiar casos y hechos particulares; en las mejores ocasiones estos casos producen obras importantes cuando alcanzan profundidad moral, como en algunas narraciones cortas de Ayala y Sender -el Réquiem, por ejemplo-, que se colocan en los primeros lugares de significación estética, al lado de algunos testimonios épicos, al estilo de fragmentos de Aub o L´Espoir, de Malraux.

Días de llamas, de Juan Iturralde, se coloca en primera fila de estos testimonios morales, y es, además, una de las más nobles excepciones a la afirmación que la llegada de la democracia no ha descubierto valores inéditos o libros escondidos a causa de la censura. He aquí la primera excepción de importancia. Iturralde surgió a la palestra literaria en 1975, poco antes de la muerte del dictador, con dos narraciones breves publicadas en un solo volumen: El viaje a Atenas y Labios descarnados. Eran en realidad dos versiones de un mismo tema, el viaje a los infiernos, a la muerte, de dos personajes diferentes pero significativos: un viejo guerrillero y militante comunista que regresa a su Grecia natal, encargado de una misión que puede llevarle a la muerte, y un viaje de un ex profesor y hombre de negocios en lucha contra su destino, que atraviesa una experiencia casi mortal para revisar su vida.

Pero este libro que acaba de aparecer fue en realidad la primera novela que su autor escribió y que tuvo que guardar en espera de tiempos mejores. Su primer libro, casi inadvertido, dejó constancia en pequeños círculos de especialistas de la presencia de un narrador riguroso y sereno, con ambición de objetividad. Días de llamas confirma y agranda esta presencia, a partir de hoy inexcusable.

Su testimonio de la guerra es nuevo, aunque parezca sorprendente a estas alturas. Es una visión interior, compleja y dividida. Son los meses iniciales de la guerra en Madrid y Toledo: el testigo, un juez, de familia conservadora y corazón progresista, sometido al huracán de los acontecimientos, espectador primero de una violencia que le subyuga y repugna al mismo tiempo, que intenta justificar en algunos momentos, domeñar en otros, ordenar siempre, para acabar sucumbiendo a ella después. Lo importante, en su entorno, no son los otros personajes, sino el contexto, en el que todos aparecen como víctimas y verdugos, como perseguidores y perseguidos, como "inocentes" agentes del mal. La violencia todo lo corrompe, y hasta la justicia se convierte en injusticia y terror, en mal absoluto. Se trata, pues, de otro viaje, de otro descenso a los infiernos. Una escritura pormenorizada, detallista y al mismo tiempo apresurada, sometida a un ritmo vertiginoso, donde los acontecimientos se agolpan en una serie acumulativa que, si bien puede acusar cierta monotonía y uniformidad -y ese es el único defecto tal vez de este libro ejemplar- perfora este peligro y lo disuelve en la pasión de un relato vertiginoso, de un monólogo objetivamente estremecido y, en el fondo disimuladamente acusador. Un examen de la conciencia degradada, por la degradación de la colectividad. Un testimonio implacable.

INSULA nº 407. Luis Suñén. 1980

Días de llamas es una novela sobre la guerra civil española. Pero es, sobre todo, una magnífica novela, que se une, sí, a la lista de los testimonios literarios de Barea, Sender, Max Aub, Serrano Poncela y tantos otros, pero que lo hace para situarse en el lugar más destacado de tan amplia lista. Y no sólo porque su referencia al conflicto resulte de una implacable lucidez, sino, fundamentalmente, porque ello se consigue a través de una espléndida forma de narrar. Me parece importante iniciar estas líneas con tal salvedad, pues Juan Iturralde -seudónimo de José María Pérez Prat (Salamanca 1917)- aparece, además de cómo un riguroso observador de los acontecimientos que siguieron al levantamiento faccioso, como articulador de una meditación sostenida siempre en la literatura, tanto a partir de una adecuada concepción del lenguaje como de un hábil y medidisima utilización de los recursos narrativos. Profundidad analítica y valor cualitativo se confunden así a través de una visión que tiene en cuenta por igual la realidad del conflicto y la actitud ante él de un personaje que, definido mediante rasgos otorgados en exclusiva por el desarrollo de la ficción, constituye un modelo acabado del héroe enfrentado a su tan dramática circunstancia. A través de la digresión minuciosa del protagonista se sigue la historia que genera tal reflexión; de tal meditación se deduce la verdadera entidad del ámbito que acoge a lo narrado.

La novela de Juan Iturralde recoge el relato de su protagonista, Tomás Labayen -detenido en el Madrid sitiado por las tropas rebeldes- en torno a su experiencia de los días de una guerra todavía no terminada. Labayen, fiel desde su personalidad paradójica a la legalidad del Gobierno de la República, ha sido detenido por un poder paralelo -personificado en la figura de Isidoro, un miliciano que le odia desde su primer encuentro- del que, intuye, no podrá librarse. Labayen traza desde la cárcel un análisis de su actitud ante un drama colectivo que incide -reciprocamente también- en su propio drama personal. Hijo de un coronel progresivamente desafecto a la República, hermano de un pusilánime capitán de artillería de ánimo complejo, enamorado de la esposa de un alto jefe político de las milicias, Labayen, desde su papel de Juez Especial de la Rebelión, contempla lo que pasa ante sus ojos con una apabullante sinceridad, con la absoluta inteligencia que proporciona la cercanía del inevitable desenlace. No es necesario aportar ahora más datos argumentales en un novela que, sin embargo, se encuentra llena de ellos. La historia de Labayen no es sino el caudal principal hacia el que afluyen todas las demás anécdotas: del mismo modo que todo sale de las páginas de la novela a través de un personaje que asume la omnipotencia de un autor que sabe, sin embargo, renunciar a su verdad a favor de la de su protagonista. Quiero decir con ello que el juicio de Iturralde coincide con el de Labayen, naturalmente, pero será siempre éste y no aquél quien lo emita, desde su plenitud de ente de ficción magistralmente trazado.

Con la extensa digresión de su personaje, Iturralde ha conseguido un análisis ejemplar de la guerra civil: el que parte de un protagonista arquetípico, representación cierta de un modo de contemplar los acontecimientos a través de una sensibilidad contradictoria, siempre crítica, temerosa y penetrante, tierna y sincera, Labayen ve lo que sucede con los ojos de la duda, consciente de sus limitaciones, pero decidido también a mantener una quebradiza fidelidad a sí mismo que será, al fin, lo que acabe de condenarle. Piensa -nosotros no somos ellos- que un terror no significa otro terror del signo contrario, por más que su virtual institucionalización provenga de una interpretación peculiar de la razón objetiva, del lado del que debiera inclinarse la balanza de la guerra, pero también la de la justicia representada por la legalidad defendida. El temor a los que juzgan en la sombra sin preguntar siquiera se equilibra, entonces, con la admiración hacia quienes luchan en primera línea, el escrúpulo frente a una actuación como juez, probable y obligadamente no imparcial, con la conmoción, la ternura y el deseo de unirse a ellos sentidos al paso de unos milicianos que "eran la negación de la marcialidad". Es el afecto hacia aquellos que luchan por una verdad necesaria, por más que empleen en ocasiones unos métodos que Labayen -que recuerda en el sufrimiento de la incomprensión ajena al Barea personaje de La llama- sabe injustos, arbitrarios, pero lógicos en cuanto surgen de una realidad fraguada tras años de ignorancia, de sujeción, de humillación y hasta de hambre. Piensa, sin embargo, que el miliciano que le reprocha los pecados cometidos por los de su clase hubiera hecho, en su lugar, lo mismo. A pesar de todo se ve condenado por aquellos en quienes contempla la causa justa, esa misma causa que él, lleno de contadicciones acepta sin entusiasmo formal: "...el que no puede estar con unos por nada de mundo, tiene que conformarse con estar los otros". No se trata, entonces, de una visión en la que las virtudes y defectos se repartan al gusto, sino de una meditación profundisima sobre un drama de doble faz. Tomás Labayen es una víctima de su propia actitud vital, de la coherencia dramática de su postura ante la realidad, de su posición decidida a favor de una actuación justa por encima de cualquier tentación de hacer de la necesidad virtud. Se trata, pues, de la interiorización de un espectáculo épico. La objetividad del juicio -y Días de llamas como Tomás Labayen, es una novela que pretende ser implacablemente objetiva-, el cuestionamiento de las conductas nace de la posición del protagonista y la conclusión moral del relato se deducirá, igualmente, de los datos que éste ofrece. Es obvio que es el autor, a través de su personal lectura de la historia, quien ofrece en su escritura estas y no otras conclusiones, pero al hacerlo desde unas coordenadas estrictamente literarias -un "desde dentro" que parece ser siempre el del personaje- convierte su discurso no sólo en un análisis de la realidad, sino también y por encima de todo en una gran novela. Desde luego, es una de las mejores novelas en torno a la guerra civil española.

Creo que para quienes en su día -o después- leyeron los dos espléndidos relatos que componían el primer libro de Juan Iturralde, la lectura ahora, de Días de llamas no habrá hecho sino confirmar la excepcionalidad sorprendente de su autor, su extraña maestría. Lo mismo podrá hacer quien -dado que Días de llamas se escribió antes que El viaje a Atenas y Labios descarnados, aunque se publicara después- emprenda el ejercicio inverso. Un ejercicio que resulta de utilidad cierta por cuanto revela como Iturralde ha construido sus narraciones desde unas preocupaciones que conforman un mundo de caracteres física y moralmente muy determinados. Así, el análisis del personaje principal de Días de llamas remite inmediatamente a los protagonistas de las dos novelas publicadas anteriormente por su autor: el viejo revolucionario de El viaje a Atenas y el hombre de negocios desencantado de sí mismo de Labios descarnados. Las tres novelas se refieren, con las obvias variantes. A lo que, siguiendo a Propp, podríamos denominar como "viaje peligroso". Un viaje -de vuelta, sobre todo, en los relatos que componían el primer libro de Iturralde- que, naturalmente, presenta para el sujeto toda una serie de peligros a ser salvados. Los protagonistas de estas tres novelas deberán superar los obstáculos que franquean el dintel de su propio destino, inexorable y presentido en El viaje a Atenas, deseado en Labios descarnados e injusto pero redentor en Días de llamas. Los tres personajes son unos héroes que se enfrentan en solitario a su propia historia entrelazada necesariamente a la historia común. Se trata de un periplo que, inserto en el ámbito elegido como lugar para la ficción, se nutre tanto de la reflexión generada por el sujeto como de los datos inducidos de su contexto. Y ahí es donde Iturralde introduce esa suerte de épica al revés que configura todo el esquema mental que guía la conducta de sus personajes. Ioannis Vithynos debe vencer, en El viaje a Atenas, su precariedad física y esquivar a la policía política del régimen de los coroneles si quiere regresar a París junto a Tania. El profesor frustrado de Labios descarnados se encuentra también con un cúmulo de obstáculos interiores -catalizados por la presencia cercana de la muerte en el mar- que le llevan a la revisión de una actitud vital siempre vista por él como ortopédica. Tomás Labayen, por su parte, encuentra a su paso hechos que configuran apresuradamente su idea del mundo inmediato en conflicto con su teoría moral y articulan así su posición verdadera en aquél. Mientras en el primer caso los obstáculos son físicos, es la propia conciencia la que va creando las soluciones de continuidad necesarias para cuestionarse a sí misma -el protagonista de Labios descarnados va ordenando los estímulos exteriores ante los que se ve obligado a reaccionar de inmediato, aún en medio de la paradoja o la duda- en Tomás Labayen. Se trata en esencia de tres dramáticos caminos de perfección en los que la muerte -o su proximidad- y el sueño -como develador de claves ocultas- juegan un papel fundamental, ya como obligado fin de viaje, ya como origen de la reflexión de quien, por una razón u otra, intuye que se acaba su existencia propia. Esto adquiere en Días de llamas un especial valor, pues al hilo de ese discurrir es como se verifica el análisis del conflicto general en que se produce. Se establece, por tanto, una corriente que abastece de datos el juicio de la realidad y profundiza en la posición del protagonista ante ella. Y como toda progresíón, como toda disposición de elementos ordenada a una conclusión más o menos explícita. Días de llamas procura al lector la ineludible necesidad de seguir su historia, de dejarse captar por ella desde su inicio hasta su desenlace a través de una dosificación perfecta de los recursos de la intriga. Quiero decir con esto que Iturralde conoce también todos los recursos y asume los logros mejores de la novela más tradicional para procurar al lector el gusto por una entrega sin reservas, por asegurar una fidelidad imposible de ser quebrada. Y todo sin renunciar a nada, absolutamente a nada, de lo que a la escritura le corresponde como principio y fin de la historia, a nada de lo que el estilo manifiesta como carácter definidor de quien lo posee.

LA ESTAFETA LITERARIA. Constantino Bértolo. 1980

DÍAS DE LLAMAS
(...) Días de llamas de Juan Iturralde, seudónimo de J.M. Pérez Prat, es quizá la última novela escrita sobre nuestra guerra civil y, en este caso, nunca mejor la tópica cita de "the last but not the least", porque esta larga y honda novela está llamada a ocupar uno de los estantes más destacados entre las narraciones sobre la guerra civil. En principio no dudamos en calificarla como una de las novelas del año, y no es necesario manifestar que, ante obras como ésta, el crítico reconoce lo estéril e inútil de las etiquetas y adjetivos usuales: novela realista, novela moral, intelectual, crónica, etc., se enfrenta a la imposibilidad de resumir el contenido de un texto en el que nada falta ni sobra, y comprende que el lugar de la crítica en casos semejantes debería limitarse a dar fe de su aparición. Pero a estos sentimientos y reflexiones se une la necesidad de compartir el encuentro con una gran novela, con un gran texto, con un gran autor; la necesidad de comunicar que Días de llamas ofrece la posibilidad de entrar en el mundo de la guerra civil española sin que se haga presente la incómoda sensación de que no están situando a un solo lado del espejo, situación incómoda por muy de acuerdo que se esté con una u otra visión. Iturralde nos introduce en un enfrentamiento civil que nada tiene que ver con las películas de buenos contra malos, sin que por ello el Bien y el Mal, es decir, la responsabilidad de elegir, esté ausente; un enfrentamiento al que asistimos desde dentro, a través del recuerdo y reconstrucción de un hombre, una vida que recuerda frente a otras vidas o conciencias y con las cuales se hace y deshace, pues la pericia humana de Tomás Labayen, protagonista y eje de la narración, no consiste tanto en sus circunstancias particulares: liberal reformista, hijo de militar de derechas, hermano de un oficial a quien un cruce de lealtades coloca en posición de sublevado contra la república, atrapado y revelado por un deseo, la urgencia y la ternura hacia una mujer que lo saca del mundo de caos y necesidad en el que vive, y cronista de sus recuerdos mientras espera (con contenida esperanza) acompañado de otras víctimas o verdugos -verdadera galería de retratos- ser fusilado por algo -la guerra- que "No va a ser más que una venganza, o la apariencia de una venganza, porque en realidad va a ser una consecuencia lógica. No va a ser una injusticia, sino una desgracia insignificante"; la vida del protagonista es la constatación de que en definitiva el hombre es libre, elige, a pesar de los condicionantes, como si el narrador -ese hombre que espera la muerte- hiciera suyas las palabras de Jean Paul Sartre: "una cosa es lo que hacen con nosotros y otra lo que nosotros hacemos con lo que han hecho con nosotros". Y es esta sensación de simpatía humana, sin olvidar la capacidad estilística y de construcción global que la prosa de Iturralde conlleva, lo que produce esa comunicación reciproca entre le texto y el lector que nos reencuentra con el placer de la lectura, con el placer de participar en una aventura (o desventura) humana, compartiendo una búsqueda continua de reorganizar correctamente la experiencia, que podríamos llamar búsqueda moral o simplemente dialéctica, "la vida es una contradicción constante y uno se va haciendo su moral a fuerza de errores, de arrepentimientos, de rectificaciones y de más errores y más arrepentimientos".

Es a través de esta conciencia individual y colectiva que recuerda y se forma al mismo tiempo, como la novela cruza sobre el tiempo histórico y cotidiano de la guerra civil estableciendo un friso interior de la tragedia, que atisbamos en todo su carácter de desgarro, terror y desespero, sin que en ningún momento lo reflexivo caiga en trascendentalismo, lo político en burda militancia o lo anecdótico en estética de fascículos, y es este conjunto de altas y pequeñas virtudes, la capacidad de saber contar encantando, lo que convierte al libro de Iturralde en una novela imprescindible.(...)

EL CORREO ESPAÑOL Manuel Cerezales. 1980

DÍAS DE LLAMAS

Juan Iturralde es el seudónimo de José María Pérez Prat, escritor que empezó tardíamente su carrera literaria. Nació en 1917 y publicó su primer libro en 1975, en Barral Editores, firma ya desaparecida. Días de llamas, novela muy extensa, deja adivinar que al decidirse a dar la estampa su primera obra, cuando se aproximaba a los sesenta anos de edad, había ejercitado su vocación literaria desde mucho tiempo atrás. Esta conjetura se basa en la evidencia de que no es libro de escritor primerizo ni de aficionado que dedica sus ocios a ia literatura. Novelista cabal y escritor culto, ha asimilado innovaciones narrativas de estos últimos años, incorporando algunas de ellas a un modo tradicional, sin incurrir en trasnochadas experimentaciones.

La acción de la novela se desarrolla en tiempo y espacio claramente delimitados: la vida en Madrid durante los primeros meses de la guerra civil, iniciada el 18 de julio de 1936. Tema trillado, obvio es decirlo. Pero el acontecimiento fue de tal magnitud y con tales implicaciones que está lejos de haberse agotado como primera materia para el relato, histórico o imaginario. Juan Iturralde ha escrito una narración testimonial, ligando la acción novelesca a hechos históricos de sobra conocidos, que se sucedieron en aquellos meses. Además de reflejar estos hechos desde el punto de vista de un personaje de ficción que los vive intensamente, reconstruye el ambiente con realismo imaginativo, recurso vedado al historiador.

No es fácil en esta novela discriminar la experiencia del novelista de ias informaciones y testimonios ajenos, sean de carácter personal, sean de índole documental. El producto de las observaciones del autor y las aportaciones de otros testigos son transferidos a! protagonista, narrador en primera persona. El autor nos dice que los hechos históricos o individuales, son reales y que apenas ha tenido que desfigurarlos para integrarlos en el cuerpo narrativo. Lo importante es que sean verosímiles.

La tragedia de la guerra civil repercute no sólo. en el comportamiento y en el destino de las personas, sino también en la vida interior, perturbando las conciencias con disyuntivas cuyas opciones confluyen en una única salida: la muerte. En estos planteamientos estriba el mayor interés de la novela. La guerra no está vista desde uno de los lados opuestos ni siquiera desde una posición neutral. Los personajes se ven atrapados y sin posibilidades de actuar libremente, de acuerdo con sus convicciones. A veces son impelidos a hacerlo en contra de sus ideas, y no sólo por miedo, aunque el miedo, en aquellos días de terror, condicionaba fuertemente las conductas individuales, sino porque no encontraban respuesta satisfactoria a sus contradicciones intimas. El protagonista es juez. Desea el triunfo de las fuerzas republicanas, pero se ve obligado a formar parte de los Tribunales Populares, respaldando con su presencia las mayores iniquidades. Colabora con los suyos en el puesto que le asignan, pero tiene que hacerlo desoyendo los imperativos de su conciencia moral y profesional. Un hermano suyo, oficial de artillería, de integridad moral intachable, cae en el frente, asesinado por sus propios compañeros, que sospechan de su lealtad. Un cuñado, capitán del Ejército, partidario acérrimo de los militares sublevados contra la República, acepta el mando de un batallón de milicianos porque de su aceptación depende su vida, que estaría dispuesto a sacrificar sin la menor vacilación, y la de su mujer, de ideología izquierdista. Una familia cuyos miembros, a pesar de sus diferentes maneras de pensar, convivían pacificamente, se ve sacudida moral y físicamente por el vendaval asolador de ia guerra civil. Cuanto ocurre a esta familia tiene un sentido simbólico como síntesis del gran drama colectivo que en aquellos momentos se representa sobre la geografía española.

DIARIO 16. Carmen Marín Gaite. 1979

DÍAS DE LLAMAS



Las novelas sobre nuestra guerra civil me producen un cierto recelo debido a que el resentimiento y el partidismo desde el que suelen estar escritas se refleja en la presión agobiante que ejercen sobre el lector, obligándole a rechazarla y a preferir cualquier estudio histórico sobre el tema, más que invitándole a degustar el texto como creación literaria. Este perjuicio es el que me hizo tomar entre las manos con aprensión el libro que hoy comento y que la Gaya Ciencia, sin la menor albarca ni presentación previa, ha puesto recientemente en circulación. Pero aquella aprensión se deshizo pronto, dando paso al alborozado estupor con que acogemos los prodigios inesperados.

¿De dónde sale este desconocido Juan Iturralde (tras cuyo seudónimo se oculta, al parecer, un abogado salmantino de 63 años), desde cuándo ha aprendido a escribir así ni cómo se las arregla para quebrar los planteamientos habituales y convertir en la ficción de la más pura cepa –sin hacerle perder un ápice de su escalofriante realidad- un mundo y unas coordenadas históricas que creíamos tener de sobra repasados y hasta aborrecidos, reavivando la llama de los días y acontecimientos que el relato evoca?

El secreto de Juan Iturralde creo que reside en que ninguna de las noticias que nos da ni de las situaciones que retrata está traída a colación por sí misma ni con el ánimo de emitir juicios de tipo político, sino como pretexto para analizar el proceso mediante el cual una serie de síntomas confusos e incomprensibles se van convirtiendo en el cáncer que implanta su ley dando al traste, en espiral irreversible y vertiginosa, con el ritmo cotidiano de la vida. La transformación de esta cotidianeidad, evocada en vivo a través de la angustia y de la incomprensión que produce la constatación de su pérdida, ése es el verdadero tema de la novela.

El juez Tomás Labayen, a quien Iturralde ha cedido las riendas del relato en primera persona, trata de sobrevivir en el remolino que le arrastra, a base de conservar el descontento, la lucidez y la piedad, resistiéndose, cada día más a contrapelo, a abdicar de su condición de persona ni de su perplejidad ante la presencia insoslayable de unos acontecimientos que se atropellan en alud sin tiempo para ser reseñados. Pero sus preguntas se ven progresivamente desplazadas por la sensación de que todo es inútil, ciego, fatal, por la certeza de que no se puede esperar lógica, ayuda ni piedad ni nadie. Y en el seno de este desconcierto, requerido por argumentos profesionales, y familiares, zarandeado por sus cábalas y las ajenas, se va adaptando a vivir en un mundo de supervivientes, entre los discursos que la gente elabora como castillos en el aire, atento a los desajustes de su cuerpo, a los recuerdos, sin aroma, mustios y vivos a la par que le asaltan destilando dolor y podredumbre. Los rostros de los muertos que, en razón de su oficio, se ve obligado a contemplar, las diligencias para salvar a un hermano preso, las mentiras piadosas para aliviar la angustia de sus padres, enajenan su caminar sonámbulo por la ciudad –Madrid-, que a duras penas logra reconocer como el escenario de unos amores a los que vivía entregado inmediatamente antes de estallar el caos, calles por las que ahora circula extranjero y aterrado, retazos de un mundo ya no añorado siquiera, irremisiblemente arrastrado hacia el verdadero de lo proscrito. Y la evocación de aquella historia de amor se va haciendo cada día más ardua e irreal, caído del séptimo cielo a una geografía hostil e incomprensible y de ésta a una injusta prisión condenado a darle vueltas inútilmente a su pensamiento a toda velocidad, pero en el vacío, como un coche volcado con las ruedas girando al aire ya para nada. No hay lugar suficiente aquí para analizar tan detalladamente como merece el estilo de esta excepcional novela que coloca a su autor, de la noche a la mañana, entre los maestros de un género tan discutido como perpetuamente capaz de resurrección.