Editorial Debate, Madrid, 2000
(Reproducimos, con permiso del editor, las primeras líneas de la novela)
Ha empezado un día más. Primero, unas pisadas en el techo, un rumor de pasos apenas reconocibles entre los ronquidos y las respiraciones y, sin embargo, lo bastante diferentes para despertarme al oírlos. En seguida, el sobresalto producido por un golpe en algún sitio del pecho y una paletada de ceniza fría en el rostro; no estoy en mi habitación de la calle de la Princesa ni en la casa de Ayala sino en un sitio extraño como una decoración de teatro y, al mismo tiempo, tan real que no puede ser una decoración. Luego, el olor de los cuerpos, de las ropas sucias, del cubo donde desahogamos nuestras necesidades, de la tierra húmeda que viene del jardín y se cuela por el montante de la puerta; más tarde, la trepidación de un metro que es un testimonio del mundo donde estábamos antes, de que sigue existiendo y de que hay dos mundos distintos, el nuestro y el de fuera. Después, la bocina del coche llamando con insistencia al que me ha despertado. Abro los ojos, ya es inútil empeñarse en dormir. Por el montante entran la luz y el peso del nuevo día, tan largo y tan helado como los anteriores, se ha terminado la anestesia del sueño que me ofrecía un refugio o la ilusión de un refugio; estaba soñando con un viaje a un país desconocido en el que la tierra estaba cubierta de gusanos, tan gordos como mi muñeca, y con una gran montaña amoratada al fondo. Recuerdo...
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