Por Juan Iturralde (El Sol, 1989)
Hace tres días que ha llegado a mi poder Mrs. Caldwell habla con su hijo, la última novela de Cela, y hace unas horas que he terminado su relectura. En este momento -las 9 de la mañana del domingo 22 de octubre de 1952- no me queda más remedio que echarme al ruedo de la máquina de escribir y los espectrales folios en blanco para hacer algo que no he hecho nunca hasta ahora, una crítica literaria y, por si fuera poco, particularmente difícil, porque solo un técnico en la materia es capaz de meter en folio y medio todas las cualidades que el autor ha sembrado entre sus páginas sin caer en una sinfonía de piropos en do sostenido mayor ni olvidar aquello de que “sin la libertad de censurar, no hay más que elogios aduladores”. Comenzando por esto último, se me ocurre decir que el único defecto que, mirando con una lupa, me ha parecido encontrar en Mrs. Caldwell, es el de que, en ocasiones, los capítulos se desvían del argumento soterrado de la narración y consiguen impacientar aunque tal vez esto, impacientar a sus lectores, fue lo que se propuso el autor. Dicho esto, he de reconocer que a pesar de estar habituado a las sorpresas que nos ha proporcionado Cela durante su carrera literaria iniciada con la bomba de La familia de Pascual Duarte me ha sorprendido o, mejor dicho, me ha asombrado esta nueva muestra de su talento y de su originalidad. Mrs. Caldwell tiene 213 capítulos distribuidos entre 218 páginas. Una primera lectura, es decir, un repaso al índice de esta novela, me hizo pensar que se trataba de un Kempis profano dedicado no al ascetismo, sino a un tema harto más próximo a nosotros, como es la muerte prematura de un hijo durante la guerra. Con tan parvos ingredientes, Mrs. Caldwell-Cela, se adentra en una bien escogida disertación -salvo lo dicho “ab initio”- sobre extremos tan heterogéneos como la sopa, los carpinteros de ribera, Dorothy, aquel jarrón que estalló en mil pedazos y una mancha de sangre en la almohada. Todo ello, y los 213 capítulos restantes, sirve a la perfección para crear un ambiente familiar y dos personas de carne y hueso, de suerte que la novela se lee con el mismo interés que una novela de intriga, a la que aventajaría, si fuera lícita la comparación, en el valor intrínseco de cada capítulo gracias a la prosa del autor, tan tersa como la piel blanca de Mrs. Caldwell. En ese ambiente flotan los sentimientos vagamente incestuosos de la protagonista, frustrados por la indiferencia y la pudibundez de Eliacim; los objetos humildes que la rodean, descritos con una zumbona o desgarrada minuciosidad; la crítica de hábitos y tradiciones domésticos que hemos venido aceptando por borreguismo, los sucesos que acaecen a Mrs. Caldwell, insignificantes para una tragedia aspavientosa, pero importantes, casi decisivos, para la de la protagonista. Y, por encima de todo, la ternura sutil que el autor ha sabido espolvorear sobre su relato, que no se escapa ni un momento de su dominio ni cae en la cursilería sentimentaloide, porque Cela corta el paso de cualquier exceso levantando la barrera de la socarronería o tirando con firmeza de las riendas para entrar por otro camino. Al final, los lectores poco avisados, entre los que me encuentro, se dan cuenta de que la tragedia no es tan sólo la muerte de Eliacim, el hijo de Mrs. Caldwell, sino la soledad, la irremediable soledad de ésta, que se levanta ante nosotros como un faro marinero para iluminar la soberbia singladura recorrida. Sí, lectores, esta novela no es un Kempis profano cualquiera sino un devastador Kempis por cuyas páginas se pasea la soledad, una maldición de nuestro tiempo.
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