Por Juan Iturralde (El Sol, 1990).
Cuando leí por primera vez, en 1980, Largo noviembre de Madrid, me asombraron la originalidad y la calidad excepcionales de los diecisiete relatos, muy superiores, en mi modesta opinión de escritor que no de crítico habitual, a las de las novelas innumerables que la tragedia de nuestra guerra civil ha inspirado durante cuarenta años.El título, el primer acierto -porque fue un mes de noviembre el que proyectó su hosquedad sangrienta y su distorsión de las vidas de los habitantes de la capital sobre los restantes meses, primaverales o estivales que duro el cerco, hoy legendario-, advierte al lector del contenido de las narraciones, en especial a quienes tuvimos la desgracia de vivir una de las épocas más importantes de la Historia de España. Este título confiere una obvia unidad a todos los relatos, pero bajo ella, o acaso por encima de ella, el autor ha sabido engarzarlos con una inexplicable sutileza, de suerte que, a medida que se avanza en su lectura, va despertándose la sensación de que no se está leyendo una colección de fragmentos escogidos al azar entre todos los que forman el gigantesco puzzle de aquellos años terribles, sino un mosaico en cuyas piezas se describen magistralmente los efectos del cerco de la capital de España por los entonces llamados facciosos sobre las existencias y los aconteceres cotidianos de sus habitantes, anónimos para la gran Historia y para estas narraciones antiépicas, pero con unos problemas humanos más al alcance de los protagonistas de a pie y de los lectores de todas la edades que tengan un mínimo de sensibilidad literaria. La tragedia de la muerte a diario o, más bien, del sacrificio diario de vidas al Moloch de la guerra, sirve de telón de fondo a los sucesos y a los hechos, con frecuencia sobrecogedores -como el ciego abandonado durante un bombardeo- que desfilan por cada relato, en los que lo grande y lo insignificante se mezclan con tal destreza que esto último viene a dar fiel testimonio de aquello y a enriquecer todas las narraciones con una vivacidad emocionante sin necesidad de recurrir a los aspavientos de la epopeya. Juan Eduardo Zúñiga sabe escoger, con la habilidad sin fallos de un gran compositor, los largos párrafos que le permiten esperar el tiempo hasta hacerlo palpable, o los diálogos entre los protagonistas, a veces triviales, a veces estremecedores con independencia de que los ruidos alemanes sobre el cielo de Madrid siembren la tierra de bombas. El estilo sobrio, poético, en el que no sobra ni falta una palabra, se mantiene sin desfallecimientos y, a la vez, enriquece los relatos con imágenes tan gráficas como si fueran ilustraciones pero con la ventaja, sobre éstas, de que mantienen una ambigüedad, a veces un misterio, infinitamente superiores. Finalmente, por los diecisiete relatos se desliza una tenue nostalgia del pasado tenebroso que pone en pie recuerdos en los que no acaba de distinguirse si proceden de lo vivido o de lo soñado, o de ambos mundos a la vez, lo cual hace aún más atrayente este libro excepcional.
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