El Madrid de "Días de llamas"

La ruptura de la cotidianeidad


Prólogo a la segunda edición de Días de llamas
Carmen Martín Gaite.
Madrid 1987

Las novelas sobre nuestra guerra civil me producen un cierto recelo, debido a que el resentimiento y el partidismo desde el que suelen estar escritas se propaga a la presión, muchas veces agobiante, que ejercen sobre el lector. Una presión contraproducente a efectos de deleite y que, más que invitarnos a degustar el texto como creación literaria, nos lleva a preferir cualquier estudio histórico que establezca la saludable distancia entre lo que somos ahora y aquella época de nuestro pasado en cuyas heridas no es aconsejable hurgar por hurgar, pero que tampoco conviene cerrar en falso.


Recuerdo que este prejuicio fue el que ya hace nueve años me hizo tomar entre las manos con cierta aprensión la novela que hoy estoy prologando. Bien es verdad que aquella aprensión inicial debió venir compensada por la calidad que se desprendía del texto, y que compré la novela, apenas hojeada, sin que nadie me la hubiera recomendado. Y luego, cuando inicié su lectura, los prejuicios se esfumaron, dando paso al alborozado estupor con que acogemos los prodigios inesperados.

Días de llamas había sido puesta en circulación en 1979, sin la menor alharaca ni presentación previa, por la editorial La Gaya Ciencia, hoy desaparecida. ¿De dónde salía aquel desconocido Juan Iturralde -pseudónimo, según supe luego, de un abogado salmantino de sesenta años-, desde cuándo había aprendido a escribir así, y cómo se las arreglaba para quebrar los planteamientos habituales y convertir en ficción de la más pura cepa (sin hacerle perder por ello un ápice de su escalofriante realidad) un mundo y unas coordenadas históricas que creíamos tener de sobra repasadas y hasta aborrecidas, reavivando la llama de los días y acontecimientos que el relato evoca?

A aquellas preguntas, que ya me hice entonces, quiero añadir ahora que el libro, aunque no dejara de recibir elogios por parte de la crítica, corrió una suerte editorial muy por debajo de sus merecimientos, los cuales no quedan aminorados, sino por el contrario enriquecidos, con una segunda lectura del texto al cabo de casi un decenio.

Contada en primera persona por un condenado a muerte, que aprovecha la pausa de ese callejón sin salida para reflexionar, en busca de explicaciones retrospectivas, sobre el camino que le ha llevado hasta allí, la novela toma inmediatamente un vuelo muy ambicioso, que la hace superar el caso particular de ese individuo para alcanzar perspectivas testimonales mucho más amplias. Desde esa celda, donde el protagonista se ve obligado a reconocer que ha naufragado el sistema de valores que hasta entonces le mantenía en vida, se trata de revivir los días inmediatamente anteriores al estallido de la guerra civil, al tiempo que se va detallando el cambio casi imperceptible operado en la faz ciudadana. Se persiguen y analizan esos momentos límite entre la normalidad aún ficticiamente conservada y el cataclismo que va a acabar con ella, cuando las amenazas agazapadas estaban a punto de horadar la precaria costra de rutinas cotidianas con que los seres humanos pugnamos por elaborar nuestro refugio de espaldas a la idea de la muerte.

"Y allí estábamos envueltos en una bola de cristal plateado como las que adornan los árboles de Navidad, dentro de un mundo que sólo vivía de milagro."

Podría decirse que toda la novela es una exploración de este milagro, del imposible pacto entre el caos y el orden, un canto al equilibrio inestable fatalmente establecido entre el sentimiento de eternidad que a veces nos habita y la corrupción a que por la misma naturaleza humana estamos abocados.

"Y entre las apariciones y las desapariciones, un balancín que sube al sentimiento de que somos eternos y que baja hasta la certeza de que nos estamos corrompiendo y que nuestras vidas anteriores no han tenido otra razón de ser que la de madurarnos para el aniquilamiento."

El secreto de Juan Iturralde creo que reside en que ninguna de las noticias que nos da ni de las situaciones que retrata (aunque muchas de ellas rigurosamente históricas) está traída a colación por sí misma ni con el ánimo de emitir juicios de tipo político, sino como pretexto para analizar el proceso mediante el cual una serie de síntomas confusos e incomprensibles se van convirtiendo en el cáncer que implanta su ley, dando al traste, en espiral irreversible y vertiginosa, con el ritmo cotidiano de la vida: la transformación de esta cotidianeidad, evocada en vivo, a través de la angustia y de la incomprensión que produce la constatación de su pérdida, ése es el verdadero tema de la novela.

El juez Tomás Labayen, a quien Iturralde ha cedido las riendas del relato en primera persona, trata de sobrevivir en el remolino que le arrastra, a base de conservar el descontento, la lucidez y la piedad. A lo largo del relato se le ve luchando como un insecto patas arriba, resistiéndose cada día más a contrapelo a abdicar de su condición de persona. Es decir, no sólo busca y anhela la mera supervivencia física. Para él la vida consiste en conservar la perplejidad y el afán de pesquisa ante la presencia embrutecedora e insoslayable de unos acontecimientos que se atropellan en alud, sin tiempo para ser reseñados. Y en el seno de este desconcierto, requerido por argumentos profesionales y familiares, zarandeado por sus cábalas y las ajenas, se va adaptando a vegetar en un mundo de supervivientes. Trata de buscar su sitio como ser pensante, entre los discursos confusos, rutinarios o agresivos que la gente en torno suyo elabora a modo de castillos en el aire, atento a los desajustes de su cuerpo y a los recuerdos sin aroma -mustios y vivos a la par- que le asaltan por todas partes destilando dolor y podredumbre.

Los rostros de los muertos que, en razón de su oficio, se ve obligado a contemplar, las diligencias para salvar a un hermano preso, las mentiras piadosas para aliviar la angustia de sus padres, enajenan su caminar sonámbulo por la ciudad -Madrid-, que a duras penas logra reconocer como el escenario de unos amores a los que vivía entregado inmediatamente antes de estallar el caos. La atención a los datos de su vida azarosa y huidiza se mezcla en una proporción sabiamente dosificada con la descripción del decorado de la tragedia. Calles madrileñas de toda la vida, escenario de sus ilusiones y de algún momento casi sobrenatural en que la sensación dolorosa de lo efímero le hizo apreciar la gloria del presente.

"Me percibía en estado de gracia, o mejor dicho, no me percibía, me había vuelto incorporal e intemporal, como si no tuviera detrás de mí un pasado y delante un futuro nada apetecible; sólo el presente, sin memoria, sin inquietudes, sin preocupaciones, el presente en toda su plenitud, en forma de disolución de sí mismo en la luz licuada, en los troncos de terciopelo, en el olor a tierra húmeda, a corrupción suntuosa."

Calles por las que circula extranjero y aterrado, retazos de un mundo ya ni añorado siquiera, irremisiblemente arrastrado hacia el vertedero de lo proscrito. Y la evocación de aquella historia de amor -único leit-motif de dulzura entre tanta catástrofe- se va haciendo para Tomás Labayen cada día más ardua e irreal, desterrado del séptimo cielo a una geografía hostil e incomprensible, y de ésta a una injusta prisión, condenado a darle vueltas inútilmente a su pensamiento veloz y sin designio:

"Pensaba, pensaba a toda velocidad pero en el vacío, como las ruedas de un coche que hubiera volcado y que continuaran dando vueltas para nada."

Pero la guardia montada por la inteligencia del autor (esas ruedas que siguen girando en el vacío aparentemente para nada) mantiene la calidad del texto desde la primera página hasta la última, colocando a Juan Iturralde entre los maestros de un género tan discutido como perpetuamente capaz de resurrección. ¿No es la novela moderna, a fin de cuentas, el fruto de un esfuerzo denodado por equiparar el sentido de la vida con las mismas preguntas que el hombre se hace acerca de su sentido, aunque no tengan respuesta?

Un clásico de la novela novelesca

Por Manuel Longares (publicado en la revista Cambio16 el 16 de noviembre de 1987).

Cuando José María Pérez Prat recibe no hace mucho (hablamos del año 1987) un telefonazo de Ediciones B, sospecha que van a venderle libros. pero para su sorpresa, se entera de que quieren reeditar sus obras: dos novelas cortas y una larga, aparecidas en los años setenta con la firma de Juan Iturralde.

En la solapa de El viaje a Atenas y Labios descarnados, publicadas en un solo volumen por Barral Editores en 1975, se dice: "Juan Iturralde es el seudónimo de un escritor nacido en 1917 en una ciudad del reino de León". faltaba poco para que Franco muriese y José María Pérez Prat, salmantino y abogado del Estado, temía represalias.

Cuatro años después, cuando publicada en La Gaya Ciencia Días de llamas, unánimemente considerada como la mejor novela de nuestra guerra civil, el retrato de Pérez Prat aparece en el interior del libro,, porque ya se han cumplido las previsiones sucesorias. pero conserva el seudónimo de Iturralde en homenaje al único antecedente literario de su familia: su bisabuelo Ramón Esparza Iturralde, autor de En Navarra, una novela sobre la guerra carlista.

Miembro de una familia burguesa de siete hermanos, Juan Iturralde (José María Pérez Prat) estudia el bachillerato en los salesianos de Salamanca, los jesuitas de Chamartín de la Rosa y los marianistas de Ciudad Real. La prematura muerte de su padre en accidente de automóvil obliga a estos desplazamientos. Juan, que ya en los jesuitas ha escrito una novela sobre gauchos, cursará Derecho. el pariente que asume su formación le que estudie historia de España y de la literatura española para que se haga una idea de su país.

Hasta entonces, lo que Juan entiende por España le induce a militar en las Juventudes Tradicionalistas de Ciudad Real. Es cierto que no le han gustado los jesuitas, pero todavía no pone en cuestión sus convicciones religiosas y se encuentra de presidente de los estudiantes católicos cuando Franco se subleva el 17 de julio de 1936.


GUERRA Y PAZ. Su cargo e ideas le convierte en sospechoso para los republicanos. "Estaba convencido de que iba a perder la vida", recuerda con el mismo terror que mucho después consignará en Días de llamas. Catorce meses pasa sin salir a la calle hasta que, reclamado por parientes de graduación militar, se alista en el bando rojo.

Juan hace, pues, la guerra en la formación perdedora. Pero en 1939 no pasa por un campo de concentración, como tantos otros compatriotas suyos, porque ha sido requeté. La guerra le ha servido para leer lo que no pudo durante su bachillerato con curas. en la batería de Denia -dónde Conrad, Baroja, Valle, Spengler, Kipling y La conspiración franca, de Wells, figuran en su macuto- ha comenzado a discutir sus anteriores creencias. La posguerra franquista actuará de revulsivo.

Todavía de cabo de requetés, en La Solana, y al ciudado de los presos, se entera de las palizas que da la Guardia Civil a los detenidos. Ya licenciado del Ejercito, cuando se encuentra en Salamanca de exámenes patrióticos, oye hablar de los paseos franquistas. Terminada la carrera y preparando oposiciones a abogado del Estado es testigo de dolorosas injusticias por cuestiones ideológicas.

Juan ha dejado a los requetés por los falangistas, en la convicción de que son más abiertos. Ya abogado del Estado y destinado en Las Palmas, donde sigue recibiendo noticias de la represión franquista, rompe también con los azules. Tampoco quiere saber nada de la Iglesia católica, ante las dificultades que pone para seguir su doctrina.

En Las Palmas es un hombre descreído y profundamente liberal: "Lo que me ha repugnado siempre es el maniqueísmo". Se casa y, alternando su profesión, empieza a escribir con el afán de ser objetivo. tras lo que ha contemplado, le parece imprescindible "pintar con virtudes hasta los tíos más antipáticos".


OBRA PUBLICADA. Su primera novela, La gran algarabía, trata de la guerra civil que ha padecido. Escribe después Aventuras de Juan Davalillos, una historia de piratas, y la novela de ambiente canario Todos los días. Pero el autor no quiere publicarlas.

En 1953 regresa a Madrid. Pedro Lezcano y Alberto Oliart son sus amigos más directamente relacionados con la literatura. En 1958, la revista Blanco y Negro difunde dos cuentos suyos: El viaducto y Un concierto.

Con su novela corta, Lázaro, queda finalista en el premio Sésamo, de Tomás Cruz. Lázaro es el antecedente de Labios descarnados, que, con El viaje a Atenas, ve la luz en Barral Editores. Alberto Oliart gestiona su publicación. El volumen merece tres críticas y una de ellas afirma que son novelas muy desagradables. Se inspiran en hechos históricos y en un sueño del autor.

El viaje a Atenas narra la peripecia de un revolucionario griego que regresa a combatir la dictadura de los coroneles. Enfermo, su aventura exterior se mezcla con los recuerdos y visiones que su singular estado de ánimo recrea. Labios descarnados es la historia de una resurrección: un profesor español de Literatura marcha en barco a Estados Unidos para dar unas conferencias y cae al mar. Cuando vuelve a la vida se enfrenta a la posibilidad de sufrir un cáncer de próstata.

El viaje a Atenas y Labios descarnados aparecen antes que Días de llamas, pero se han escrito después. Días de llamas, una novela de casi cuatrocientas páginas que se lee de un tirón, se desarrolla en el Madrid sitiado y es la historia de un juez defensor de la legalidad republicana. Juan Iturralde se retrató en ese juez, protagonista de su novela, que acaba preso -y a la espera del paseo- de los milicianos.

Cuando Carlos Barral lee Días de llamas son los últimos años de la dictadura y no se decide a editarla porque considera que la censura lo impedirá. Ya muerto Franco, la desaparición de Barral Editores lleva a Juan a otras instancias.

En Alfaguara han leído su novela Juan Benet y Juan García Hortelano. La opinión es favorable, pero el director de la editorial, Jaime Salinas, tiene cubierto el cupo de publicaciones para tres o cuatro años.

Al editarse en La Gaya Ciencia, en 1979, Días de llamas obtiene inmediatamente reconocimiento crítico. Juan Iturralde ha conseguido imponer su seudónimo y sus ideas sobre la novela: "Creo en la novela novelesca. La novela tiene que seducir, hipnotizar. El objetivismo me parece un ejercicio de solfeo".
Le gustan las canciones de la Piquer y aborrece el sufrimiento. Su "gran sentido de la realidad" le hace incompatible con el ballet, la ópera y la zarzuela. Ya jubilado, en su piso del barrio madrileño de Salamanca, escribe lentamente Hans y las lluvias de abril, una novela acerca del mito de Fausto.

Literariamente riguroso, intentando combinar precisión y amenidad, Juan Iturralde, definitivamente recuperado por las editoriales, analiza el proceso de escribir con técnica jurídica: "Si haces un recurso de casación, echas mano del Código Civil; en cambio, cuando escribes literatura, no tienes donde agarrarte."

Entresijos de una novela


Por Juan Iturralde (publicado en el diario El Sol el 29 de noviembre de 1991).

La GUERRA CIVIL (y la revolución coetánea) de 1936-1939 ha dado origen a una cantidad punto menos que inconmensurable de narraciones debido a la trascendencia que tuvo. Yo también me sentí obligado a escribir mi versión, empujado no sólo por su importancia intrínseca sino también porque noté que, a mi juicio, la mayoría de las novelas publicadas tenían ciertos resabios de parcialidad y una extensión innecesaria para transmitir al lector lo que fueron aquellos terribles acontecimientos.

El segundo de los, a mi juicio, defectos apuntados, me indujo a acumular acontecimientos, entremezclándolos, con objeto de conseguir un ritmo trepidante que se acercara a la realidad de entonces, ya que durante los seis primeros meses de la guerra -y la revolución- los episodios significativos se sucedieron con una velocidad de vértigo. Con independencia de lo anterior, quise plantear el problema moral de la contienda, sin incrustar en la novela un ensayo soporífero sino procurando que tal problema se dedujera de los hechos y las opiniones de sus protagonistas pero sin olvidar que con las mejores intenciones se pueden escribir las peores novelas.

Además, en mi opinión, todos los escritores tenemos que cumplir una obligación con la sociedad en que vivimos y debemos asumirla con sinceridad y con el valor que cada uno haya recibido de Dios, es decir, que no admito el principio del arte por el arte, máxime cuando quienes se ajustan a él están fallando al dar una suerte de apoyo tácito a las injusticias de la tal sociedad. Georg Lukacs, el filosofo húngaro retratado como el jesuita Nafta por Thomas Mann, en "La montaña mágica",dijo, en uno de sus ensayos sobre literatura, que Balzac, un burgués desde la coronilla a la punta de sus zapatos, al describir por lo extenso la vida de la burguesía francesa, con sus rapiñas, sus trapacerías, sus avaricias y sus afanes de ascender por encima de todo, había contribuido de una manera excepcional a despertar la conciencia dormida de los franceses abriéndola al conocimiento de todos aquellos, que tan sólo pueden ser corregidos cuando son conocidos a fondo, de la misma manera que un diagnóstico acertado es condición indispensable para un acertado pronóstico. El que escribe estas líneas -atado de pies y manos por su limitación- no tiene en modo alguno la intención, más o menos clandestina, de equipararse a Balzac ni la de que su novela "Días de llamas" haya tenido alguna influencia, por microscópica que haya sido, pero coincide con el gran francés en que pertenece a la burguesía y en que ha descrito a rojos y blancos con todos los defectos de unos y otros. Otra cosa es que haya conseguido la imparcialidad y cumplido con la obligación asumida para con la sociedad en la que le ha tocado vivir.

Cómo escribí "Días de llamas"

Por Juan Iturralde (publicado en el diario El Sol el 8 de junio de 1990).

Disculpadme, pero una vez que se reconocen mis méritos, soy capaz de una
humildad verdaderamente brillante
CHRISTOPHER FRY

Mi reprobable afición a llenar folios, ayudada por la revolución y la guerra civil, me impulsaron, luengos años ha a escribir una novela sobre este doble tema. El primer intento resultó un monstruo impublicable, porque no sabía lo que era el lenguaje, ni cual debía ser la columna vertebral de la novela, ni estaba suficientemente documentado. Arrinconé este feto, escribí otras dos novelas horribles que me sirvieron de ejercicio de solfeo, sin que por ello dejara de oír como zumbaba en mis venas el tema de la guerra civil, aunque apenas llegaba a mi consciencia otra cosa que el rumor de la corriente de episodios y personas que se habían ido acumulando. Pero como padezco una mente eminentemente teutónica dada al sistema y la documentación, completé el contenido de la corriente con otras anécdotas de viva voz y la lectura a fondo de los periódicos editados en la capital de España durante la guerra. Pertrechado de esta forma, tomé dos decisiones: situar la acción en determinado punto de Madrid -cercano a acontecimientos importantes y trágicos- y atenerme a la imparcialidad, aunque irritara a unos y otros.

A continuación, me lancé a rellenar folios y destripar máquinas de escribir, sin perdonarme horas de trabajo. De esto salió un esqueleto relativamente presentable. De inmediato -dicho en meses- hube de rellenar ese esqueleto de contenido espiritual y envolverlo en carnes palpitantes, una ardua labor que emprendí alegremente, sin imponerme ninguna autocensura, porque tenía la certeza de que el régimen dictatorial desaparecería antes que yo.

Por otra parte, pensé que debía inyectar en los protagonistas principales -y en la familia que lleva la voz cantante- todas las contradicciones y los conflictos originados por la guerra y la revolución, convencido de que el dramatismo es mayor cuando se desarrolla no sólo fuera sino dentro de los protagonistas.

Debo aclarar, no obstante, que hay episodios y protagonistas completamente imaginarios, que yo no viví aquellos acontecimientos -salvo el miedo al paseo y otras minucias- y que, en este mismo instante está asaltándome la vehemente sospecha de que estoy inventándome también la explicación de la tarea de escribir "Días de llamas". Pienso que la verdad, la verdad verdadera -si es que tal cosa existe- es que el tema tenía tal atractivo literario que una respetable cantidad de escritores, españoles y extranjeros, nos sentimos tentados por él y nos encontramos ante un dilema: el de parir una novela, aunque fuera un ratón, como el Monte de la fábula, o el de reventar como una burbuja y desperdigar -derrochar, sería más exacto- la carga acumulada durante años y años por un tema tan importante como el de la guerra y la revolución españolas.

Yo opté por lo primero, sudé como una parturienta atormentada por los fórceps y, mal que bien, conseguí dar a luz algo que la crítica ha considerado más grande y de más entidad que el ratón.

Por último, me surge una duda más -a mi lado Hamlet era un precipitado-, la de que todo esto sea verdad y no un embeleso montado por la vanidad y el deseo de una cierta notoriedad literaria.

"Agoté mis reservas de miedo durante la guerra"

Por Javier Belmonte
EL Periódico de Catalunya, 1988.


No se cansa de contar anécdotas, escalofriantes algunas, salpicadas todas de una ironía feroz y de un anticlericalismo de honda raigambre. Acababa la Guerra Civil cuando a este hombre, entonces soldado republicano a la fuerza, una chica le dijo al pie de una batería de costa que tenía cara de escritor. La tenía, pero no publicó hasta que ya tramitaba su jubilación como abogado del Estado.

José María Pérez Prat, conocido literariamente con el seudónimo de Juan Iturralde, nació en Salamanca en 1917 y publicó la novela que le ha de hacer famoso Días de llamas, en 1979. Entre una y otra fecha discurre la agitada biografía de un hombre que, entre otras cosas, fue dirigente de los requetés antes de 1936, soldado republicano en la Guerra Civil, feroz crítico del régimen de Franco desde primera hora y abogado del Estado.

Carmen Martín Gaite, Juan Benet y Juan García Hortelano fueron algunos de los entusiastas valedores de primera hora de Días de llamas, publicada por La Gaya Ciencia, agotada luego y devuelta ahora a las librerías por Ediciones B. De esa novela ha dicho el crítico Rafael Conte que es "una de las más nobles excepciones a la afirmación de que la llegada de la democracia no ha descubierto valores inéditos o libros escondidos a causa de la censura".

- ¿Qué hay de usted en Tomás Labayen, el juez progresista condenado a muerte por los republicanos en Días de llamas?

- Si me permite la presunción, creo que el mérito de mi personaje es que está en guerra consigo mismo, que piensa "me van a matar, pero tiene razón". Y eso no me lo propuse, me salió así. Lo que hay de mí en mi protagonista es el miedo. Yo agoté mis reservas de miedo durante la guerra. Por eso -vuelvo a ser presuntuoso- he podido describir tan bien el miedo.

- El reconocimiento público le llegó con los 60 años cumplidos. ¿Se sintió antes eso que se llama un escritor maldito?

- No. Yo vivía de otra cosa. Era un abogado del Estado cumplidor, pero nunca me gustó el Derecho. Lo hacía sin ninguna ilusión, como el albañil que pone un ladrillo encima del otro, y mientras iba escribiendo. Además, me alegro de haber llegado tarde. Ahora soy un jubilado que no parece la llamada depresión del jubilado.

- He oído que anda trabajando en una novela con el mito de Fausto como trasfondo.

- No exactamente. Eso fue la principio. Ahora tiene reminiscencias de Fausto, pero están bastante disfrazadas.

- Se lo decía porque parecen no asustarle los temas manidos: la Guerra Civil, por ejemplo.

- No me asustan. Mire, entre escribir una novela con argumento y una cosa extravagante para llamar la atención siempre me quedaré con el argumento. Con el argumento y con seres vivitos y coleando en las páginas.

- No sé si eso se lleva ahora.

- Me tiene sin cuidado. Desde luego, yo no pienso tragarme esos rollos sin puntos ni comas. Soy un lector impenitente, pero esas novelas que ahora tanto se estilan, algunas de amigos mios, me echan para atrás porque son unos ladrillos. Hay que seducir al lector. El autor no debe poner dificultades al lector. Ni aburrirle, por supuesto. Y menos ahora, cuando el gran competidor de la literatura de evasión es la televisión, que juega con ventaja.

- Pero usted no hace precisamente literatura de evasión.

- No. Bueno, sí en cuanto procuro que el lector olvide sus problemas y se lo pase bien. En cualquier caso hay literatura de evasión -la policiaca, por ejemplo- muy digna. Y otra, como El pájaro espino que no es literatura sino eso que los fachas como Reagan llaman basura. En cuanto a mi, me gustaría que el lector guardara memoria de lo que escribo, que le impresionara aunque le deprimiera, y eso también es evasión.

- Cuando publicó sus dos primeras novelas, las anteriores a Días de llamas, un crítico las tachó de desagradables.

- Sí. Lo que escribo no es alegre, claro. Tampoco en las obras de Shakespeare, Dostoievski o Goethe, por citar tres genios, abundan los finales felices. ¿Soy desagradable? ¿Y qué? La vida es desagradable. Y más desagradable es Sin novedad en el frente. O Don Quijote, que se pasa la vida sufriendo y la final muere.

- ¿Por qué escribe con seudónimo?

- Es un seudónimo relativo. Mi bisabuelo materno, que fue intendente de Carlos VII, el último rey de los carlistas, se apellidaba Esparza Iturralde. Recurrí al seudonimo porque era abogado del Estado: para no buscarme lios. Por lo mismo que no pude publicar Días de llamas antes de que muriera el enano de El Pardo. ¡Si corría ya 1966 cuando en un interrogatorio en Canarias un juez me preguntó en qué bando había hecho la guerra.

- Y la hizo en el republicano, que no era el suyo.

- Sí, pero mis ideas democratas y de izquierdas viene de antiguo. Quizá desde un mes después de que la guerra acabara. ¡Vi tantas barbaridades y disparates en el fascismo! Tampoco es que lo mio fuera una conversion a lo San Pablo. Fue una evolución lenta, fruto a la vez de la emoción y de la reflexión. Yo estaba muy marcado por mi familia tradicionalista y por una pésima educación en los jesuitas. ¡Si salí del colegio de Chamartín en 1932 sin haber,e enterado de que Antonio Machado existía.

- ¿También dejó de ser creyente?

- Sí. Es una cuestión bastante dificil. No tengo ideas claras, pero ¿quién las tiene? Hombre, si es clara mi repulsión ante cosas como el Opus Dei. Camino es una mezcla poco hábil de chascarrillos baturros y Mi lucha de Hitler, y el éxito de Escrivá de Balaguer fue predicar a los ricos lo que ellos querían oir. En cuanto a creer en Dios o no, tampoco voy a decir que me tiene sin cuidado. Pero si hay algo, que lo dudo, seguro que no es un señor con barbas y angelitos que tocan la lira. Además, de ser así, resultaría aburridísimo.

"Largo noviembre de Madrid" de Juan Eduardo Zúñiga

Por Juan Iturralde (El Sol, 1990).

Cuando leí por primera vez, en 1980, Largo noviembre de Madrid, me asombraron la originalidad y la calidad excepcionales de los diecisiete relatos, muy superiores, en mi modesta opinión de escritor que no de crítico habitual, a las de las novelas innumerables que la tragedia de nuestra guerra civil ha inspirado durante cuarenta años.El título, el primer acierto -porque fue un mes de noviembre el que proyectó su hosquedad sangrienta y su distorsión de las vidas de los habitantes de la capital sobre los restantes meses, primaverales o estivales que duro el cerco, hoy legendario-, advierte al lector del contenido de las narraciones, en especial a quienes tuvimos la desgracia de vivir una de las épocas más importantes de la Historia de España. Este título confiere una obvia unidad a todos los relatos, pero bajo ella, o acaso por encima de ella, el autor ha sabido engarzarlos con una inexplicable sutileza, de suerte que, a medida que se avanza en su lectura, va despertándose la sensación de que no se está leyendo una colección de fragmentos escogidos al azar entre todos los que forman el gigantesco puzzle de aquellos años terribles, sino un mosaico en cuyas piezas se describen magistralmente los efectos del cerco de la capital de España por los entonces llamados facciosos sobre las existencias y los aconteceres cotidianos de sus habitantes, anónimos para la gran Historia y para estas narraciones antiépicas, pero con unos problemas humanos más al alcance de los protagonistas de a pie y de los lectores de todas la edades que tengan un mínimo de sensibilidad literaria. La tragedia de la muerte a diario o, más bien, del sacrificio diario de vidas al Moloch de la guerra, sirve de telón de fondo a los sucesos y a los hechos, con frecuencia sobrecogedores -como el ciego abandonado durante un bombardeo- que desfilan por cada relato, en los que lo grande y lo insignificante se mezclan con tal destreza que esto último viene a dar fiel testimonio de aquello y a enriquecer todas las narraciones con una vivacidad emocionante sin necesidad de recurrir a los aspavientos de la epopeya. Juan Eduardo Zúñiga sabe escoger, con la habilidad sin fallos de un gran compositor, los largos párrafos que le permiten esperar el tiempo hasta hacerlo palpable, o los diálogos entre los protagonistas, a veces triviales, a veces estremecedores con independencia de que los ruidos alemanes sobre el cielo de Madrid siembren la tierra de bombas. El estilo sobrio, poético, en el que no sobra ni falta una palabra, se mantiene sin desfallecimientos y, a la vez, enriquece los relatos con imágenes tan gráficas como si fueran ilustraciones pero con la ventaja, sobre éstas, de que mantienen una ambigüedad, a veces un misterio, infinitamente superiores. Finalmente, por los diecisiete relatos se desliza una tenue nostalgia del pasado tenebroso que pone en pie recuerdos en los que no acaba de distinguirse si proceden de lo vivido o de lo soñado, o de ambos mundos a la vez, lo cual hace aún más atrayente este libro excepcional.

"Mrs. Caldwell habla con su hijo" de Camilo José Cela

Por Juan Iturralde (El Sol, 1989)

Hace tres días que ha llegado a mi poder Mrs. Caldwell habla con su hijo, la última novela de Cela, y hace unas horas que he terminado su relectura. En este momento -las 9 de la mañana del domingo 22 de octubre de 1952- no me queda más remedio que echarme al ruedo de la máquina de escribir y los espectrales folios en blanco para hacer algo que no he hecho nunca hasta ahora, una crítica literaria y, por si fuera poco, particularmente difícil, porque solo un técnico en la materia es capaz de meter en folio y medio todas las cualidades que el autor ha sembrado entre sus páginas sin caer en una sinfonía de piropos en do sostenido mayor ni olvidar aquello de que “sin la libertad de censurar, no hay más que elogios aduladores”. Comenzando por esto último, se me ocurre decir que el único defecto que, mirando con una lupa, me ha parecido encontrar en Mrs. Caldwell, es el de que, en ocasiones, los capítulos se desvían del argumento soterrado de la narración y consiguen impacientar aunque tal vez esto, impacientar a sus lectores, fue lo que se propuso el autor. Dicho esto, he de reconocer que a pesar de estar habituado a las sorpresas que nos ha proporcionado Cela durante su carrera literaria iniciada con la bomba de La familia de Pascual Duarte me ha sorprendido o, mejor dicho, me ha asombrado esta nueva muestra de su talento y de su originalidad. Mrs. Caldwell tiene 213 capítulos distribuidos entre 218 páginas. Una primera lectura, es decir, un repaso al índice de esta novela, me hizo pensar que se trataba de un Kempis profano dedicado no al ascetismo, sino a un tema harto más próximo a nosotros, como es la muerte prematura de un hijo durante la guerra. Con tan parvos ingredientes, Mrs. Caldwell-Cela, se adentra en una bien escogida disertación -salvo lo dicho “ab initio”- sobre extremos tan heterogéneos como la sopa, los carpinteros de ribera, Dorothy, aquel jarrón que estalló en mil pedazos y una mancha de sangre en la almohada. Todo ello, y los 213 capítulos restantes, sirve a la perfección para crear un ambiente familiar y dos personas de carne y hueso, de suerte que la novela se lee con el mismo interés que una novela de intriga, a la que aventajaría, si fuera lícita la comparación, en el valor intrínseco de cada capítulo gracias a la prosa del autor, tan tersa como la piel blanca de Mrs. Caldwell. En ese ambiente flotan los sentimientos vagamente incestuosos de la protagonista, frustrados por la indiferencia y la pudibundez de Eliacim; los objetos humildes que la rodean, descritos con una zumbona o desgarrada minuciosidad; la crítica de hábitos y tradiciones domésticos que hemos venido aceptando por borreguismo, los sucesos que acaecen a Mrs. Caldwell, insignificantes para una tragedia aspavientosa, pero importantes, casi decisivos, para la de la protagonista. Y, por encima de todo, la ternura sutil que el autor ha sabido espolvorear sobre su relato, que no se escapa ni un momento de su dominio ni cae en la cursilería sentimentaloide, porque Cela corta el paso de cualquier exceso levantando la barrera de la socarronería o tirando con firmeza de las riendas para entrar por otro camino. Al final, los lectores poco avisados, entre los que me encuentro, se dan cuenta de que la tragedia no es tan sólo la muerte de Eliacim, el hijo de Mrs. Caldwell, sino la soledad, la irremediable soledad de ésta, que se levanta ante nosotros como un faro marinero para iluminar la soberbia singladura recorrida. Sí, lectores, esta novela no es un Kempis profano cualquiera sino un devastador Kempis por cuyas páginas se pasea la soledad, una maldición de nuestro tiempo.