Prólogo a la segunda edición de Días de llamas
Carmen Martín Gaite.
Madrid 1987
Carmen Martín Gaite.
Madrid 1987
Las novelas sobre nuestra guerra civil me producen un cierto recelo, debido a que el resentimiento y el partidismo desde el que suelen estar escritas se propaga a la presión, muchas veces agobiante, que ejercen sobre el lector. Una presión contraproducente a efectos de deleite y que, más que invitarnos a degustar el texto como creación literaria, nos lleva a preferir cualquier estudio histórico que establezca la saludable distancia entre lo que somos ahora y aquella época de nuestro pasado en cuyas heridas no es aconsejable hurgar por hurgar, pero que tampoco conviene cerrar en falso.
Recuerdo que este prejuicio fue el que ya hace nueve años me hizo tomar entre las manos con cierta aprensión la novela que hoy estoy prologando. Bien es verdad que aquella aprensión inicial debió venir compensada por la calidad que se desprendía del texto, y que compré la novela, apenas hojeada, sin que nadie me la hubiera recomendado. Y luego, cuando inicié su lectura, los prejuicios se esfumaron, dando paso al alborozado estupor con que acogemos los prodigios inesperados.
Días de llamas había sido puesta en circulación en 1979, sin la menor alharaca ni presentación previa, por la editorial La Gaya Ciencia, hoy desaparecida. ¿De dónde salía aquel desconocido Juan Iturralde -pseudónimo, según supe luego, de un abogado salmantino de sesenta años-, desde cuándo había aprendido a escribir así, y cómo se las arreglaba para quebrar los planteamientos habituales y convertir en ficción de la más pura cepa (sin hacerle perder por ello un ápice de su escalofriante realidad) un mundo y unas coordenadas históricas que creíamos tener de sobra repasadas y hasta aborrecidas, reavivando la llama de los días y acontecimientos que el relato evoca?
A aquellas preguntas, que ya me hice entonces, quiero añadir ahora que el libro, aunque no dejara de recibir elogios por parte de la crítica, corrió una suerte editorial muy por debajo de sus merecimientos, los cuales no quedan aminorados, sino por el contrario enriquecidos, con una segunda lectura del texto al cabo de casi un decenio.
Contada en primera persona por un condenado a muerte, que aprovecha la pausa de ese callejón sin salida para reflexionar, en busca de explicaciones retrospectivas, sobre el camino que le ha llevado hasta allí, la novela toma inmediatamente un vuelo muy ambicioso, que la hace superar el caso particular de ese individuo para alcanzar perspectivas testimonales mucho más amplias. Desde esa celda, donde el protagonista se ve obligado a reconocer que ha naufragado el sistema de valores que hasta entonces le mantenía en vida, se trata de revivir los días inmediatamente anteriores al estallido de la guerra civil, al tiempo que se va detallando el cambio casi imperceptible operado en la faz ciudadana. Se persiguen y analizan esos momentos límite entre la normalidad aún ficticiamente conservada y el cataclismo que va a acabar con ella, cuando las amenazas agazapadas estaban a punto de horadar la precaria costra de rutinas cotidianas con que los seres humanos pugnamos por elaborar nuestro refugio de espaldas a la idea de la muerte.
"Y allí estábamos envueltos en una bola de cristal plateado como las que adornan los árboles de Navidad, dentro de un mundo que sólo vivía de milagro."
Podría decirse que toda la novela es una exploración de este milagro, del imposible pacto entre el caos y el orden, un canto al equilibrio inestable fatalmente establecido entre el sentimiento de eternidad que a veces nos habita y la corrupción a que por la misma naturaleza humana estamos abocados.
"Y entre las apariciones y las desapariciones, un balancín que sube al sentimiento de que somos eternos y que baja hasta la certeza de que nos estamos corrompiendo y que nuestras vidas anteriores no han tenido otra razón de ser que la de madurarnos para el aniquilamiento."
El secreto de Juan Iturralde creo que reside en que ninguna de las noticias que nos da ni de las situaciones que retrata (aunque muchas de ellas rigurosamente históricas) está traída a colación por sí misma ni con el ánimo de emitir juicios de tipo político, sino como pretexto para analizar el proceso mediante el cual una serie de síntomas confusos e incomprensibles se van convirtiendo en el cáncer que implanta su ley, dando al traste, en espiral irreversible y vertiginosa, con el ritmo cotidiano de la vida: la transformación de esta cotidianeidad, evocada en vivo, a través de la angustia y de la incomprensión que produce la constatación de su pérdida, ése es el verdadero tema de la novela.
El juez Tomás Labayen, a quien Iturralde ha cedido las riendas del relato en primera persona, trata de sobrevivir en el remolino que le arrastra, a base de conservar el descontento, la lucidez y la piedad. A lo largo del relato se le ve luchando como un insecto patas arriba, resistiéndose cada día más a contrapelo a abdicar de su condición de persona. Es decir, no sólo busca y anhela la mera supervivencia física. Para él la vida consiste en conservar la perplejidad y el afán de pesquisa ante la presencia embrutecedora e insoslayable de unos acontecimientos que se atropellan en alud, sin tiempo para ser reseñados. Y en el seno de este desconcierto, requerido por argumentos profesionales y familiares, zarandeado por sus cábalas y las ajenas, se va adaptando a vegetar en un mundo de supervivientes. Trata de buscar su sitio como ser pensante, entre los discursos confusos, rutinarios o agresivos que la gente en torno suyo elabora a modo de castillos en el aire, atento a los desajustes de su cuerpo y a los recuerdos sin aroma -mustios y vivos a la par- que le asaltan por todas partes destilando dolor y podredumbre.
Los rostros de los muertos que, en razón de su oficio, se ve obligado a contemplar, las diligencias para salvar a un hermano preso, las mentiras piadosas para aliviar la angustia de sus padres, enajenan su caminar sonámbulo por la ciudad -Madrid-, que a duras penas logra reconocer como el escenario de unos amores a los que vivía entregado inmediatamente antes de estallar el caos. La atención a los datos de su vida azarosa y huidiza se mezcla en una proporción sabiamente dosificada con la descripción del decorado de la tragedia. Calles madrileñas de toda la vida, escenario de sus ilusiones y de algún momento casi sobrenatural en que la sensación dolorosa de lo efímero le hizo apreciar la gloria del presente.
"Me percibía en estado de gracia, o mejor dicho, no me percibía, me había vuelto incorporal e intemporal, como si no tuviera detrás de mí un pasado y delante un futuro nada apetecible; sólo el presente, sin memoria, sin inquietudes, sin preocupaciones, el presente en toda su plenitud, en forma de disolución de sí mismo en la luz licuada, en los troncos de terciopelo, en el olor a tierra húmeda, a corrupción suntuosa."
Calles por las que circula extranjero y aterrado, retazos de un mundo ya ni añorado siquiera, irremisiblemente arrastrado hacia el vertedero de lo proscrito. Y la evocación de aquella historia de amor -único leit-motif de dulzura entre tanta catástrofe- se va haciendo para Tomás Labayen cada día más ardua e irreal, desterrado del séptimo cielo a una geografía hostil e incomprensible, y de ésta a una injusta prisión, condenado a darle vueltas inútilmente a su pensamiento veloz y sin designio:
"Pensaba, pensaba a toda velocidad pero en el vacío, como las ruedas de un coche que hubiera volcado y que continuaran dando vueltas para nada."
Pero la guardia montada por la inteligencia del autor (esas ruedas que siguen girando en el vacío aparentemente para nada) mantiene la calidad del texto desde la primera página hasta la última, colocando a Juan Iturralde entre los maestros de un género tan discutido como perpetuamente capaz de resurrección. ¿No es la novela moderna, a fin de cuentas, el fruto de un esfuerzo denodado por equiparar el sentido de la vida con las mismas preguntas que el hombre se hace acerca de su sentido, aunque no tengan respuesta?
Recuerdo que este prejuicio fue el que ya hace nueve años me hizo tomar entre las manos con cierta aprensión la novela que hoy estoy prologando. Bien es verdad que aquella aprensión inicial debió venir compensada por la calidad que se desprendía del texto, y que compré la novela, apenas hojeada, sin que nadie me la hubiera recomendado. Y luego, cuando inicié su lectura, los prejuicios se esfumaron, dando paso al alborozado estupor con que acogemos los prodigios inesperados.
Días de llamas había sido puesta en circulación en 1979, sin la menor alharaca ni presentación previa, por la editorial La Gaya Ciencia, hoy desaparecida. ¿De dónde salía aquel desconocido Juan Iturralde -pseudónimo, según supe luego, de un abogado salmantino de sesenta años-, desde cuándo había aprendido a escribir así, y cómo se las arreglaba para quebrar los planteamientos habituales y convertir en ficción de la más pura cepa (sin hacerle perder por ello un ápice de su escalofriante realidad) un mundo y unas coordenadas históricas que creíamos tener de sobra repasadas y hasta aborrecidas, reavivando la llama de los días y acontecimientos que el relato evoca?
A aquellas preguntas, que ya me hice entonces, quiero añadir ahora que el libro, aunque no dejara de recibir elogios por parte de la crítica, corrió una suerte editorial muy por debajo de sus merecimientos, los cuales no quedan aminorados, sino por el contrario enriquecidos, con una segunda lectura del texto al cabo de casi un decenio.
Contada en primera persona por un condenado a muerte, que aprovecha la pausa de ese callejón sin salida para reflexionar, en busca de explicaciones retrospectivas, sobre el camino que le ha llevado hasta allí, la novela toma inmediatamente un vuelo muy ambicioso, que la hace superar el caso particular de ese individuo para alcanzar perspectivas testimonales mucho más amplias. Desde esa celda, donde el protagonista se ve obligado a reconocer que ha naufragado el sistema de valores que hasta entonces le mantenía en vida, se trata de revivir los días inmediatamente anteriores al estallido de la guerra civil, al tiempo que se va detallando el cambio casi imperceptible operado en la faz ciudadana. Se persiguen y analizan esos momentos límite entre la normalidad aún ficticiamente conservada y el cataclismo que va a acabar con ella, cuando las amenazas agazapadas estaban a punto de horadar la precaria costra de rutinas cotidianas con que los seres humanos pugnamos por elaborar nuestro refugio de espaldas a la idea de la muerte.
"Y allí estábamos envueltos en una bola de cristal plateado como las que adornan los árboles de Navidad, dentro de un mundo que sólo vivía de milagro."
Podría decirse que toda la novela es una exploración de este milagro, del imposible pacto entre el caos y el orden, un canto al equilibrio inestable fatalmente establecido entre el sentimiento de eternidad que a veces nos habita y la corrupción a que por la misma naturaleza humana estamos abocados.
"Y entre las apariciones y las desapariciones, un balancín que sube al sentimiento de que somos eternos y que baja hasta la certeza de que nos estamos corrompiendo y que nuestras vidas anteriores no han tenido otra razón de ser que la de madurarnos para el aniquilamiento."
El secreto de Juan Iturralde creo que reside en que ninguna de las noticias que nos da ni de las situaciones que retrata (aunque muchas de ellas rigurosamente históricas) está traída a colación por sí misma ni con el ánimo de emitir juicios de tipo político, sino como pretexto para analizar el proceso mediante el cual una serie de síntomas confusos e incomprensibles se van convirtiendo en el cáncer que implanta su ley, dando al traste, en espiral irreversible y vertiginosa, con el ritmo cotidiano de la vida: la transformación de esta cotidianeidad, evocada en vivo, a través de la angustia y de la incomprensión que produce la constatación de su pérdida, ése es el verdadero tema de la novela.
El juez Tomás Labayen, a quien Iturralde ha cedido las riendas del relato en primera persona, trata de sobrevivir en el remolino que le arrastra, a base de conservar el descontento, la lucidez y la piedad. A lo largo del relato se le ve luchando como un insecto patas arriba, resistiéndose cada día más a contrapelo a abdicar de su condición de persona. Es decir, no sólo busca y anhela la mera supervivencia física. Para él la vida consiste en conservar la perplejidad y el afán de pesquisa ante la presencia embrutecedora e insoslayable de unos acontecimientos que se atropellan en alud, sin tiempo para ser reseñados. Y en el seno de este desconcierto, requerido por argumentos profesionales y familiares, zarandeado por sus cábalas y las ajenas, se va adaptando a vegetar en un mundo de supervivientes. Trata de buscar su sitio como ser pensante, entre los discursos confusos, rutinarios o agresivos que la gente en torno suyo elabora a modo de castillos en el aire, atento a los desajustes de su cuerpo y a los recuerdos sin aroma -mustios y vivos a la par- que le asaltan por todas partes destilando dolor y podredumbre.
Los rostros de los muertos que, en razón de su oficio, se ve obligado a contemplar, las diligencias para salvar a un hermano preso, las mentiras piadosas para aliviar la angustia de sus padres, enajenan su caminar sonámbulo por la ciudad -Madrid-, que a duras penas logra reconocer como el escenario de unos amores a los que vivía entregado inmediatamente antes de estallar el caos. La atención a los datos de su vida azarosa y huidiza se mezcla en una proporción sabiamente dosificada con la descripción del decorado de la tragedia. Calles madrileñas de toda la vida, escenario de sus ilusiones y de algún momento casi sobrenatural en que la sensación dolorosa de lo efímero le hizo apreciar la gloria del presente.
"Me percibía en estado de gracia, o mejor dicho, no me percibía, me había vuelto incorporal e intemporal, como si no tuviera detrás de mí un pasado y delante un futuro nada apetecible; sólo el presente, sin memoria, sin inquietudes, sin preocupaciones, el presente en toda su plenitud, en forma de disolución de sí mismo en la luz licuada, en los troncos de terciopelo, en el olor a tierra húmeda, a corrupción suntuosa."
Calles por las que circula extranjero y aterrado, retazos de un mundo ya ni añorado siquiera, irremisiblemente arrastrado hacia el vertedero de lo proscrito. Y la evocación de aquella historia de amor -único leit-motif de dulzura entre tanta catástrofe- se va haciendo para Tomás Labayen cada día más ardua e irreal, desterrado del séptimo cielo a una geografía hostil e incomprensible, y de ésta a una injusta prisión, condenado a darle vueltas inútilmente a su pensamiento veloz y sin designio:
"Pensaba, pensaba a toda velocidad pero en el vacío, como las ruedas de un coche que hubiera volcado y que continuaran dando vueltas para nada."
Pero la guardia montada por la inteligencia del autor (esas ruedas que siguen girando en el vacío aparentemente para nada) mantiene la calidad del texto desde la primera página hasta la última, colocando a Juan Iturralde entre los maestros de un género tan discutido como perpetuamente capaz de resurrección. ¿No es la novela moderna, a fin de cuentas, el fruto de un esfuerzo denodado por equiparar el sentido de la vida con las mismas preguntas que el hombre se hace acerca de su sentido, aunque no tengan respuesta?
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