Tanto monta, monta tanto

Por Juan Iturralde (publicado en el diario El Sol el 1 de marzo de 1991)

Al humilde servidor que suscribe no se le alcanza el significado de la frase capicúa que encabeza estas líneas, emblema de los Reyes Católicos Isabel y Fernando, que por cierto, no fueron los únicos que entre los monarcas hispanos, profesaron dicha religión, pues la conversión a la misma de la península ibérica data nada menos que del godo Recaredo y han continuado siéndolo hasta nuestros días. Pero es el caso que han pasado a la historia con ese sobrenombre, al igual que hubo in Alfonso el Casto -¡y el Pobre! porque la castidad es encomiable, pero no se puede decir que sea una virtud grata al cuerpo humano-. Viene lo anterior a que unos excelentísimos y reverendísimos obispos que pastorean la grey patria, han reanudado o iniciado un expediente o proceso de canonización de mi señora doña Isabel. Con este motivo, los medios de comunicación, en especial la TVE 1, han descrito a la futura reina Santa como una mujer bajita que no quería reinar. De bajita nada. Era una Trastámara grandota, metida en carnes de tez blanca y rubia, como lo fue su padre Enrique IV. Y de que no quisiera reinar, menos aún. La verdad es que Isabel respetó a su padre, que murió en esta capital y que tan pronto como este evento ocurrió y la hija lo supo, organizó un suntuoso funeral en Segovia y al día siguiente, 13 de diciembre de 1474, apoyada en los nobles que tomaron su partido, fue proclamada reina de Castilla y León, Galicia, et de coeteris, sin darle tiempo a su marido Fernando, que andaba por Aragón, a asistir a ninguna de las dos ceremonias. Item más, la reina proclamada mandó una suerte de carta pragmática que circuló por todo el país haciendo saber los eventos ya relatados. Y no tuvo empacho en desplazar a su hermana de vínculo sencillo que no hermanastra, como dicen, con error, historiadores, poetas y escritores en general) y primogénita, del padre de ambas, Enrique IV, que tenía todo el derecho del mundo al trono de Castilla y León, con el pretexto de que era bastarda, hija de don Beltrán de la Cueva, sin meterse en mayores averiguaciones. Ello no quiere decir que Isabel, con su ambición de poder, no resultara una gran reina, capaz de meter en cintura a los levantiscos duqueses y condeses que andaban en guerras intestinas desde los tiempos de Juan II, por lo menos, porque Isabel resultó una mujer enérgica, capaz de habérselas con el mismísimo Satanás, por intermediación de Fray Tomás de Torquemada, su confesor y primer inquisidor sobre el que ha caído, injustamente, la leyenda más negra de todas las leyendas negras.

Isabel ordenó también la expulsión de los judíos, pero esta medida muy dura, que fue en perjuicio de la economía hispana, siempre tan desnutrida, no fue un pogrom como los muchos que hubo no sólo en Rusia sino en el reino de Navarra, el principado de Cataluña y en la propia Castilla, por el bastardo Enrique de Trastámara, homicida de Pedro I el Cruel.

La historia es pródiga en leyendas cuya veracidad es difícil de desentrañar, como es de todos sabido. Una más de éstas es la de que Isabel I empeñó sus joyas para financiar el descubrimiento de América por Colón -el judío genovés, según Madariaga-, lo cual es falso de toda falsedad. Fue Luis de Santángel -probablemente también judío-, apoyado por Isabel y sin el beneplácito de Fernando, más astuto y maquiavélico que su real esposa, quien se atrevió a sacarse de la faltriquera los maravedíes y ducados necesarios para este negocio. Lo expuesto por el servidor que teclea estas líneas, no parece una base medianamente firme para levantar sobre ellas la canonización de esta nuestra señora Isabel. Un santo es otra cosa, en la opinión de quien suscribe: un ejemplo evidente, san Francisco de Asís, el varón que tiene corazón de lis, o san Vicente de Paúl, el francés que pasó de capellán de Margarita de Valois a ejercer la generosidad con un desprendimiento pocas veces registrado en la Hagiografía.

Carta a Dios

Por Juan Iturralde (Canarias7, 9 de setiembre de 1984).

Querido Dios: No estoy seguro de que seas el corresponsal adecuado para recibir esta carta, ni tampoco de que la formula inicial que he escogido, en parte por falta de imaginación y en parte por pereza mental, Te resulte pasablemente respetuosa, pero me tranquiliza el precedente de la dedicatoria que empleó Jardiel Poncela en La tournée de Dios, estampando en el lugar apropiado aquello de “A Dios, que me es muy simpático”, ya que no recuerdo que, a pesar de que Te adjudicó un globo como medio de transporte y un guardapolvo y un bombín, como atuendo, recibiera de ti ningún castigo feroz de los que, según los cronistas del pueblo de Israel, Tu más afamado y antiguo forofo, prodigabas a diestro y siniestro en Tus mejores tiempos de protagonista de la Biblia.

Pero, a decir verdad, estimo más importante y problemático el primer asunto, el del acierto o desacierto de dirigirme a Ti, porque debes andar demasiado atareado en impedir que Tu creación se te escape de las manos y acabes viéndote reducido a la situación de un inexperto aprendiz de brujo, o te dejes llevar por la irritación y el desencanto ante nuestra conducta demente, con olvido de que somos Tu obra, y Te refugies en la tarea de pensar sobre Ti mismo que, simplificando sus palabras en aras de una mayor expresividad, Te atribuyó Jorge Guillermo Federico Hegel, el teutón del Absoluto, precursor de otros Absolutos considerablemente más peligrosos.

Pienso -es una manera de hablar, no vayas a entrar en aprensiones- que el objeto de esta carta la hace más adecuada para ser dirigida a San Francisco de Asís, el mínimo y dulce poseedor de un corazón de lis -extraña idea de la botánica ¿verdad?-, o a San Vicente de Paúl, menos propenso a los deliquios mistico-ulcerantes pero tan entregado al prójimo y al lejano, como el de Umbría. Y lo pienso porque, como he adelantado ya, tengo la sensación de que últimamente -entiendo este adverbio de tiempo, hoy llamado sintagma, según creo, de acuerdo con tus medidas que sobrepasan todas las medidas, puesto que eres inconmensurable por definición- nos tienes muy abandonados, tal vez porque has renunciado a Tu papel de Providencia, con el designio de ver hasta donde somos capaces de llegar -suponiendo que no lo sepas desde el principio del principio de los siglos, y aun antes, como lo has de saber por fuerza, con grave riesgo de nuestra libertad o de Tu bondad infinita-, o tal vez porque te has arrepentido de nuevo de haber creado al hombre y estás preparando, como en la primera ocasión, un Diluvio universal a la medida de los tiempos que corren.

Cualquiera que sea la razón, el experimento me parece peligroso porque los hechos, miles de hechos, miles de miles de hechos, vienen dándole la razón al vapuleado mortal que, al decir “estamos dejados de la mano de Dios”, puso en circulación ese tópico ponderativo del número y la gravedad de nuestras desdichas que no necesitan recordatorio, dada Tu omnisciencia. No obstante, yo, que ya hace tiempo que vivo más del recuerdo que del presente o el futuro, no puedo evitar el deseo de sacarlos a flote, de recordártelos, con todo mi respeto, aunque mi legitimación para tal memorándum consista, tan sólo, en la nostalgia sorda, casi doliente, hecha de infancia, velas encendidas, primera Comunión –en la que me regalaron, entre otras cosas, una pluma estilográfica Watermann, con graves consecuencias para mi opinión sobre la fantasía de los donantes- y caramelo de frambuesa, con que he tenido que llenar el hueco que, luengos años ha, dejó tu ausencia en mi horizonte vital.

Desde esta nostalgia, que sigue doliendo, a la manera amarga y dulzona de los recuerdos infantiles sobre la Navidad y los Reyes Magos -pongo por caso de esparcimientos oficiales de carácter general-, desde esta nostalgia en cuyos entresijos se agita una vaga súplica de que existas, querido Dios, quiero, o más bien debo, evocar tanta miseria, tanta enfermedad, tanto bacilo de Yersin, tanto parado hambriento, tanto Hitler, tanto bomba de neutrones, tanto Stalin, tanto... Pero corto la lista porque ni es de buen tono continuar, ni te es necesario recordar nada, puesto que todo lo tienes presente, todo, de los megaterios a Santa Teresa de Jesús y de Asurbanipal al Andante Cantabile o la música rock, todo, lo mismo lo bueno que lo malo, aunque dudo que lo segundo sea compensado y menos aun superado por lo primero.

Y si todo lo tienes presente, ¡cómo debes sufrir con esta presencia simultánea del mal! Comprendo que te sientas inclinado a refugiarte en esa actitud pensante que te atribuía Hegel pero, a la par, estimo tal actitud tan imposible, tan inicua, tan blasfema, que he decidido no admitirla y licenciar de por vida esa faceta Tuya de pensamiento puro pensando sobre pensamiento puro que, según nuestro maestro Ortega, sólo se le podía ocurrir a la sesera de un profesor.

Me decido, pues, por esa otra que hizo posible la Missa Solemnis, La familia de Carlos IV y mis predilectos, el de Asís y el de Paúl, es decir, por una edición Tuya hecha a imagen y semejanza del hombre, pero en bueno, en sublime, aunque ello no hará desaparecer la necesidad de compadecerte y de rezar por ti, para que te sean dadas fuerzas con que sobrellevar esa tremenda simultaneidad y para que, olvidándote de los optimistas metafísicos que no suelen tener problemas para subsistir y conservar la molicie que los hace optimistas, pongas fin a lo que origina nuestros sufrimientos, de los que te hago la justicia de suponerte tan víctima como nosotros.

Sí, debo rezar por Ti, amigo Dios, pero no sé a quién. Te agradecería que me lo dijeras, que me contestaras sin intermediarios, sin una voz que sale de una zarza ardiente o un trueno en el camino que va a Damasco. Los años me han vuelto medroso y no apreciaría en su justo valor ninguna muestra de grandiosidad, ningún mysterium tremendum. Por eso, querido Dios, te ruego que me contestes con sencillez, con una carta, o una postal con tu paisaje predilecto y una cuantas líneas.

Tuyo, irremediablemente.

Momentum melancolicum

Por Juan Iturralde (El País, 10 de mayo de 1985).

La música y los olores son, como es sabido, los dos estimulantes más poderosos de la memoria. La primera esta actuando en quien escribe estas líneas por mediación de la Habanera, opus 83, de Camile Saint-Saëns, que no es una obra maestra, pero que produce el efecto, desprovisto de lógica (vaya usted a pedirle lógica al arte etéreo y fugaz de Euterpe), de evocar, no a José Martí, a los mambises, los trajes de rayadillo y el belicoso Teddy Roosevelt, sino los fantasmas que pueblan la memoria de mis amigos de Las Palmas de Gran Canaria.


Esta evocación comienza con una agradable efervescencia en mi amígdala cerebral -que es, al parecer, el deposito de los recuerdos-, a la que sigue una lluvia de copos dorados que me despoja del baño de las inquietudes cotidianas, devastadoras como un constructor de pantanos o autopistas. A continuación suena un rumor de guijarros arrastrados por una ola y absorbidos por la siguiente, un rumor que pasa del piano al crescendo y de éste a aquel, dejando constancia del número incalculable de guijarros que chocan, que se arrastran, que vuelven a chocar y arrastrarse con el ritmo de la respiración del Atlántico. De noche, estos rumores se agigantan y despiertan lo que aún queda en nosotros del terror que acometía a nuestros predecesores ante los cambios sorprendentes de un mundo rara vez amistoso. De día sólo se oye este rumor si se está enfermo y desocupado, o esto último al menos, y se produce el milagro de un silencio en el trajín de coches y camiones que atruenan una ciudad con vocación de campanadas, pasos en la noche, sirenas distantes sobrevolando las olas y el susurro de éstas al tenderse en las playas, o su embestida potente contra los arrecifes.

El reloj de una iglesia, la iglesia de San Agustín, marca las 8.30 y mueve a una sirvienta de rostro moreno a repiquetear en la puerta de la alcoba de los señores y a arrancar al amo de sus ensoñaciones, pobladas de pechos, muslos y preocupaciones dinásticas, porque no tiene hijos, al menos legítimos o legitimables,a saltar de la cama, a liberar sus mostachos kayserinos de su bigotera, a afeitarse y ducharse y ponerse la bata para perseguir la cintura de la doncella, a la que halaga la persecución, aunque se refugie en la cocina para hacerse valer. El señor desayuna, se acomoda en su sillón favorito, abre el periódico, se relame porque sabe que es presa segura, y espera a la señora, que está en misa rezando por todo,incluso por un embarazo precedido de un acto conyugal apenas placentero. A la par, dos pescadores halan con esfuerzo de una almadraba en los bajíos de San Cristóbal, bajo las miradas de los chiquillos de la vecindad, que no mejorarán en suerte a los que contemplan, y un borracho solterón abandona su cobijo en un puente sobre un río sin agua, recoge su sombrero con el ala desprendida por la nuca,su pañuelo-toalla-sábana-servilleta, se adentra por el Mercado Viejo en demanda de un trago de ron y se diluye entre brecas, sardinas, piñas de maíz, racimos de plátanos, calabazas ciclópeas y manos bobas de viejos que buscan consuelo a su decadencia en pellizcos a traseros insuficientemente vigilados.

Más arriba, entre una niebla que huele a magnolias y se pega a los cristales de las ventanas, un niño sin abrigo y con una mochila llena de latín y álgebra, por igual odiados, contempla la cabezota del Saucillo,que se envuelve en nubes espesas para reflexionar, y espera el coche que le llevará al colegio de los jesuitas. En éste, un hijo de San Ignacio, vasco como su fundador, le ordenará que conjugue el archisabido y resobado "fero, fers, ferre, tuli, latum". Y en el entretanto, los eucaliptos de la carretera agitan sus hojas como cuchillos verdes y plata y miran hacia un balcón, abierto de par en par en la fachada de una casa color ocre reclinada sobre una ladera de lava pavonada, como la pistola que no muchos años más tarde levantará la tapa de los sesos del más joven de los pescadores antes de arrojar su cuerpo a una sima sin fondo. Una sirena anuncia la llegada de un carguero procedente de Lagos y Matadi, y el aire de la clase palpita con las evocaciones de los niños que han leído A través del continente oscuro y que quisieran ser Henry M. Stanley, como el jesuita, que tenía vocación de misionero y tuvo que acatar el destino de desasnador de púberes bostezantes que jamás llegarán a leer a Publio Ovidio Nasón como él lee a Tácito y a Suetonio, un tanto clandestinamente.

El balcón traga los escasos rayos solares que desgarran las nubes porque tiene que iluminar el sonrosado pálido de un escote y unos brazos, resbalar por los pliegues suntuosos de una bata de terciopelo azul y, finalmente, incendiar una pesada cabellera rubio ceniza que corona un rostro al que las teclas de un piano de cola dedican una sonrisa inmóvil.

Esos mismos rayos convierten las paginas del cuaderno del niño que acaba de conjugar "fero, fers, ferre, tuli, latum" en las trenzas de su prima, terminadas en dos lazos que descansan sobre sus pechos incipientes, causa de todos sus pecados contra la pureza, a la que no han podido salvar ni san Luis Gonzaga, ni san Estanislao de Kotska, ni san Juan Bergman. Otro niño, un poco más pequeño, acostumbrado a la respiración oceánica, observa los rostros graves de los roquetes y los familiares que conduce su madre hasta una habitación en la que se está durmiendo para siempre el cantor del Atlántico, dejando tras si la estela sonora de sus alejandrinos. La dama piadosa y estéril saca la lengua para recibir al Santísimo y piensa, con un sobresalto angustiado, que el Señor ha sembrado su rostro por todos los pagos que rodean sus fincas.

La bata azul y la pesada cabellera buscan entre los eucaliptos un MG deportivo, sin saber que su dueño se ha colgado de la rama más robusta de un ficus enorme, por motivos que nadie sabrá jamás.

Y otro niño, con una espesa pelambre rojiza y un proyecto de nariz considerable, encontrará mañana, al oír el toque de difuntos, la pista del misterio del tiempo, que, éste mediante, se transformará en un romance prematuramente nostálgico.

"Hans y las lluvias de abril"



"Esta novela pertenece y se encuadra dentro de aquella alta estirpe de la comunicación lingüística que fue conocida como Literatura y que, como los dinosaurios en su tiempo, se extinguió a finales del siglo XX. La estirpe de Cervantes, Shakespeare, Sterne, Flaubert, Melville, Thomas Mann, Robert Musil, Kafka, Virginia Wolf, Faulkner, Juan Benet, Canetti, Sánchez Ferlosio, Dürrenmatt y muchos, aunque no demasiados, otros. Una estirpe dedicada a trazar el mapa interior de la tradición humanista, los grandes ejes abstractos o concretos de la condición humana, los nudos de tensión entre las vidas individuales y una realidad social casi siempre hostil, ancha y ajena".

Constantino Bértolo

"Días de llamas"



Editorial Debate, Madrid, 2000


Contada en primera persona por su protagonista, Tomás Labayen, juez de instrucción, condenado a muerte durante la contienda, aguarda en una celda madrileña a que esa condena tenga lugar. La novela argumenta y recorre la historia trágica de este personaje y de su entorno familiar siguiendo las diversas líneas en que se produce y desgarra su existencia durante la guerra.


(Reproducimos, con permiso del editor, las primeras líneas de la novela)


Ha empezado un día más. Primero, unas pisadas en el techo, un rumor de pasos apenas reconocibles entre los ronquidos y las respiraciones y, sin embargo, lo bastante diferentes para despertarme al oírlos. En seguida, el sobresalto producido por un golpe en algún sitio del pecho y una paletada de ceniza fría en el rostro; no estoy en mi habitación de la calle de la Princesa ni en la casa de Ayala sino en un sitio extraño como una decoración de teatro y, al mismo tiempo, tan real que no puede ser una decoración. Luego, el olor de los cuerpos, de las ropas sucias, del cubo donde desahogamos nuestras necesidades, de la tierra húmeda que viene del jardín y se cuela por el montante de la puerta; más tarde, la trepidación de un metro que es un testimonio del mundo donde estábamos antes, de que sigue existiendo y de que hay dos mundos distintos, el nuestro y el de fuera. Después, la bocina del coche llamando con insistencia al que me ha despertado. Abro los ojos, ya es inútil empeñarse en dormir. Por el montante entran la luz y el peso del nuevo día, tan largo y tan helado como los anteriores, se ha terminado la anestesia del sueño que me ofrecía un refugio o la ilusión de un refugio; estaba soñando con un viaje a un país desconocido en el que la tierra estaba cubierta de gusanos, tan gordos como mi muñeca, y con una gran montaña amoratada al fondo. Recuerdo...

"Labios descarnados"


Labios descarnados
Prólogo de Luis Suñén
Editorial Viamonte , Madrid, 2002

(Reproducimos, con permiso del editor, las primeras líneas de la novela)

A los cincuenta y tres años todavía se conservan las ganas de vivir, aunque haya desaparecido el sabor a caramelo del entusiasmo y aunque acaben de caerle encima a uno las radiografías y el informe del radiólogo y se esperen confirmaciones más inapelables. Ya se ha visto de cerca la muerte y no sólo en la remota guerra civil y, en alguna ocasión, se ha sentido el deseo de terminar para escaparse de las innumerables maneras de pasarlo mal que nos esperan a todos, entre ellas, la del relieve prostático y demás síntomas que pueden ser el fin. Pero, por el momento, lo que tiene delante es el viaje, la maleta, el paraguas y la gabardina, y lo que hace es palparse el bolsillo para comprobar que no tiene cigarros y dirigirse al estanco, comprarlos, inclinarse para recoger una moneda que se le ha caído y “¡Que es esto!”, un pinchazo en un párpado, un pinchazo tan sorprendente como si le estuvieran clavando una pistola en los riñones, y una gorda que lleva en su bolsa unas agujas de tejer con las puntas hacia arriba.-¡Señora! No me ha dejado tuerto de milagro. Ya podía tener más cuidado con sus agujitas.La cara de culo estupefacto de la gorda, un balbuceo torpe de disculpas entreverado de ¡perdone, perdone!, la estanquera interviniendo: “¿No sabe que hay unas cositas con unas gomas que...?”, “Pero ¿cómo iba a suponer yo que se agacharía sin mirar?”, una mancha de sangre en el pañuelo, un ligero escozor y nada más. Pues sí que empezamos bien; se traga sin dificultad una bocanada de insultos porque ha sido un accidente y ha tenido él la culpa por su precipitación. Las deja discutiendo, acusando una, excusándose la otra, se encamina al andén, y le da por elevar sus pensamientos al reino de las generalizaciones de filosofía en ropas menores recibida de su padre: este pequeño episodio es tan ineluctable como un terremoto en el Perú, el régimen anticiclónico que está convirtiendo en un desierto la sabana de Africa o lo que apuntan las radiografías y el relieve prostatico. El talgo está formado en la vía uno, coche 111, el asiento que está junto a la ventana, algún extranjero precavido –y esquilmador- y por suerte ninguna persona con quien se vea obligado a hacer el viaje, hablando, intercambiando ruidos informativos, opiniones juiciosas –de esas que resultan del eclecticismo, aunque conduzca a sostener que entre dos, uno que sostiene que tres y tres son cuatro y otro que seis, se opte por la opinión intermedia y se diga que tres y tres son cinco-, comentarios sobre temas sin interés, porque la cortesía y el pudor no le dejarán hablar de su próstata. Bueno, una tregua de cinco horas y media largas no le vendrá mal después de dos meses de trabajo y de descubrimientos que le acabaron poniendo ante la puerta del médico: “Amigo mío, usted vivirá cien años”. “Pero si siempre tengo algún agujero”. “No lo digo porque rebose salud sino porque es tan aprensivo que no habrá ocasión de que se le escape a cualquier médico lo que pueda tener en el futuro”. “¿Y en el presente?”. En el presente, al radiólogo, a tiritar sobre la mesa, a extender un brazo para el antihistaminico y el otro para la inyección de contraste, las tres radiografías, porque ha sido necesario repetir una. Y otra vez al trabajo, que cada vez le importa menos, y al médico optimista. “Cuando vuelva le haremos un análisis de fosfatasas. Y entretanto, tómese un comprimido de esto en cada una de las tres comidas”. Reuniones, balances, previsiones para impuestos, subidas de precios que siempre se producen cuando se desmiente que vayan a subir, frenazos en las líneas de crédito después de haber estimulado las inversiones. En fin, lo de siempre y como siempre y, para él, acaso para siempre.

"El viaje a Atenas"


El viaje a Atenas

Prólogo de Constantino Bértolo

Editorial Viamonte , Madrid, 2001


Ioannis, un viejo revolucionario griego, vuelve a Atenas. Ha sufrido mucho: sus pulmones, destrozados por los trabajos forzosos que le impusieron los alemanes, le aportan más dolor que oxígeno y sólo el alcohol le ayuda a paliar su angustia física y moral. Lleva consigo unos cuantos kilogramos de explosivos y un pesado lastre de ideas en las que ya no sabe si creer. En la capital griega, todo –las ideas, el dolor y su lenitivo, y hasta la sangre inocente derramada por los explosivos- se conjuga contra él, enfrentándole a un sentimiento de culpabilidad que acaba por resultar insoportable.


(Reproducimos, con permiso del editor, las primeras líneas de la novela)


Un viaje muy largo para hacerlo en tren, pero la organización tenía pocos recursos y no podía pagarle un pasaje en algún avión de la Olimpic que, desde París, le hubiera depositado en Atenas. Ni siquiera le habían sacado couchette como en otras ocasiones. Muy largo y muy incómodo y, en lo más recóndito de sí mismo, absolutamente inútil en el mejor de los casos. Ioannis Vithynos, alias Doirani, alias Kastoriatis, alias Andreas, alias el Ateniense y otros cuatro o cinco alias más, miraba por la ventana un paisaje difuminado por la lluvia y la velocidad. Pronto llegarían a la frontera suiza, pero le quedaban tres más y, al final, la peor, la última, después de haber pasado por Skoplje, el lugar de donde era originario su padre, muerto en un campo de concentración. (...)

AUTOBIOGRAFÍA


Breve autobiografía escrita en 1989 para Ediciones B

Juan Iturralde nació con el nombre de José María Pérez Prat, en Salamanca el 15 de Junio de 1917. Su vida puede llenar, a lo sumo, una cuartilla, estudió en los Jesuitas de Chamartín de la Rosa, no muy concorde con su voluntad y, más tarde, con escaso entusiasmo, Derecho, primero en la Universidad Central y después en la Literaria de Salamanca. El alzamiento llamado nacional le sorprendió en Ciudad Real -donde su madre había fijado su residencia, con sus siete hijos, desde que enviudó- y la revolución y la guerra subsiguientes le pusieron en trance de perder la vida, aunque no tuvo jamás vocación de mártir o de héroe. El azar puso en su camino, durante la contienda, una multitud de ángeles custodios con mono de miliciano o uniforme del Ejército Regular Popular Revolucionario que le ayudaron a sobrevivir. Terminada aquella, terminó también sus estudios de Derecho, y en 1942 obtuvo plaza, en las oposiciones que se celebraron en dicho año, para ingresar en el Cuerpo de Abogados del Estado. Desde entonces, se dedicó a su profesión, capeó algún temporal político sin importancia, aprendió poco a poco a escribir y a ser padre. Tiene cuatro hijos y tres libros: El viaje a Atenas y Labios descarnados, publicados por Barral Editores en 1975, y Días de llamas, editado por primera vez en la Gaya Ciencia. Al presente, está elefantiásicamente preñado de un cuarto libro que se titulará Hans y las lluvias de Abril.

Juan Iturralde falleció junto a José María Pérez Prat el 7 de abril de 1999.