Momentum melancolicum

Por Juan Iturralde (El País, 10 de mayo de 1985).

La música y los olores son, como es sabido, los dos estimulantes más poderosos de la memoria. La primera esta actuando en quien escribe estas líneas por mediación de la Habanera, opus 83, de Camile Saint-Saëns, que no es una obra maestra, pero que produce el efecto, desprovisto de lógica (vaya usted a pedirle lógica al arte etéreo y fugaz de Euterpe), de evocar, no a José Martí, a los mambises, los trajes de rayadillo y el belicoso Teddy Roosevelt, sino los fantasmas que pueblan la memoria de mis amigos de Las Palmas de Gran Canaria.


Esta evocación comienza con una agradable efervescencia en mi amígdala cerebral -que es, al parecer, el deposito de los recuerdos-, a la que sigue una lluvia de copos dorados que me despoja del baño de las inquietudes cotidianas, devastadoras como un constructor de pantanos o autopistas. A continuación suena un rumor de guijarros arrastrados por una ola y absorbidos por la siguiente, un rumor que pasa del piano al crescendo y de éste a aquel, dejando constancia del número incalculable de guijarros que chocan, que se arrastran, que vuelven a chocar y arrastrarse con el ritmo de la respiración del Atlántico. De noche, estos rumores se agigantan y despiertan lo que aún queda en nosotros del terror que acometía a nuestros predecesores ante los cambios sorprendentes de un mundo rara vez amistoso. De día sólo se oye este rumor si se está enfermo y desocupado, o esto último al menos, y se produce el milagro de un silencio en el trajín de coches y camiones que atruenan una ciudad con vocación de campanadas, pasos en la noche, sirenas distantes sobrevolando las olas y el susurro de éstas al tenderse en las playas, o su embestida potente contra los arrecifes.

El reloj de una iglesia, la iglesia de San Agustín, marca las 8.30 y mueve a una sirvienta de rostro moreno a repiquetear en la puerta de la alcoba de los señores y a arrancar al amo de sus ensoñaciones, pobladas de pechos, muslos y preocupaciones dinásticas, porque no tiene hijos, al menos legítimos o legitimables,a saltar de la cama, a liberar sus mostachos kayserinos de su bigotera, a afeitarse y ducharse y ponerse la bata para perseguir la cintura de la doncella, a la que halaga la persecución, aunque se refugie en la cocina para hacerse valer. El señor desayuna, se acomoda en su sillón favorito, abre el periódico, se relame porque sabe que es presa segura, y espera a la señora, que está en misa rezando por todo,incluso por un embarazo precedido de un acto conyugal apenas placentero. A la par, dos pescadores halan con esfuerzo de una almadraba en los bajíos de San Cristóbal, bajo las miradas de los chiquillos de la vecindad, que no mejorarán en suerte a los que contemplan, y un borracho solterón abandona su cobijo en un puente sobre un río sin agua, recoge su sombrero con el ala desprendida por la nuca,su pañuelo-toalla-sábana-servilleta, se adentra por el Mercado Viejo en demanda de un trago de ron y se diluye entre brecas, sardinas, piñas de maíz, racimos de plátanos, calabazas ciclópeas y manos bobas de viejos que buscan consuelo a su decadencia en pellizcos a traseros insuficientemente vigilados.

Más arriba, entre una niebla que huele a magnolias y se pega a los cristales de las ventanas, un niño sin abrigo y con una mochila llena de latín y álgebra, por igual odiados, contempla la cabezota del Saucillo,que se envuelve en nubes espesas para reflexionar, y espera el coche que le llevará al colegio de los jesuitas. En éste, un hijo de San Ignacio, vasco como su fundador, le ordenará que conjugue el archisabido y resobado "fero, fers, ferre, tuli, latum". Y en el entretanto, los eucaliptos de la carretera agitan sus hojas como cuchillos verdes y plata y miran hacia un balcón, abierto de par en par en la fachada de una casa color ocre reclinada sobre una ladera de lava pavonada, como la pistola que no muchos años más tarde levantará la tapa de los sesos del más joven de los pescadores antes de arrojar su cuerpo a una sima sin fondo. Una sirena anuncia la llegada de un carguero procedente de Lagos y Matadi, y el aire de la clase palpita con las evocaciones de los niños que han leído A través del continente oscuro y que quisieran ser Henry M. Stanley, como el jesuita, que tenía vocación de misionero y tuvo que acatar el destino de desasnador de púberes bostezantes que jamás llegarán a leer a Publio Ovidio Nasón como él lee a Tácito y a Suetonio, un tanto clandestinamente.

El balcón traga los escasos rayos solares que desgarran las nubes porque tiene que iluminar el sonrosado pálido de un escote y unos brazos, resbalar por los pliegues suntuosos de una bata de terciopelo azul y, finalmente, incendiar una pesada cabellera rubio ceniza que corona un rostro al que las teclas de un piano de cola dedican una sonrisa inmóvil.

Esos mismos rayos convierten las paginas del cuaderno del niño que acaba de conjugar "fero, fers, ferre, tuli, latum" en las trenzas de su prima, terminadas en dos lazos que descansan sobre sus pechos incipientes, causa de todos sus pecados contra la pureza, a la que no han podido salvar ni san Luis Gonzaga, ni san Estanislao de Kotska, ni san Juan Bergman. Otro niño, un poco más pequeño, acostumbrado a la respiración oceánica, observa los rostros graves de los roquetes y los familiares que conduce su madre hasta una habitación en la que se está durmiendo para siempre el cantor del Atlántico, dejando tras si la estela sonora de sus alejandrinos. La dama piadosa y estéril saca la lengua para recibir al Santísimo y piensa, con un sobresalto angustiado, que el Señor ha sembrado su rostro por todos los pagos que rodean sus fincas.

La bata azul y la pesada cabellera buscan entre los eucaliptos un MG deportivo, sin saber que su dueño se ha colgado de la rama más robusta de un ficus enorme, por motivos que nadie sabrá jamás.

Y otro niño, con una espesa pelambre rojiza y un proyecto de nariz considerable, encontrará mañana, al oír el toque de difuntos, la pista del misterio del tiempo, que, éste mediante, se transformará en un romance prematuramente nostálgico.

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