Por Juan Iturralde (Canarias7, 9 de setiembre de 1984).
Querido Dios: No estoy seguro de que seas el corresponsal adecuado para recibir esta carta, ni tampoco de que la formula inicial que he escogido, en parte por falta de imaginación y en parte por pereza mental, Te resulte pasablemente respetuosa, pero me tranquiliza el precedente de la dedicatoria que empleó Jardiel Poncela en La tournée de Dios, estampando en el lugar apropiado aquello de “A Dios, que me es muy simpático”, ya que no recuerdo que, a pesar de que Te adjudicó un globo como medio de transporte y un guardapolvo y un bombín, como atuendo, recibiera de ti ningún castigo feroz de los que, según los cronistas del pueblo de Israel, Tu más afamado y antiguo forofo, prodigabas a diestro y siniestro en Tus mejores tiempos de protagonista de la Biblia.
Pero, a decir verdad, estimo más importante y problemático el primer asunto, el del acierto o desacierto de dirigirme a Ti, porque debes andar demasiado atareado en impedir que Tu creación se te escape de las manos y acabes viéndote reducido a la situación de un inexperto aprendiz de brujo, o te dejes llevar por la irritación y el desencanto ante nuestra conducta demente, con olvido de que somos Tu obra, y Te refugies en la tarea de pensar sobre Ti mismo que, simplificando sus palabras en aras de una mayor expresividad, Te atribuyó Jorge Guillermo Federico Hegel, el teutón del Absoluto, precursor de otros Absolutos considerablemente más peligrosos.
Pienso -es una manera de hablar, no vayas a entrar en aprensiones- que el objeto de esta carta la hace más adecuada para ser dirigida a San Francisco de Asís, el mínimo y dulce poseedor de un corazón de lis -extraña idea de la botánica ¿verdad?-, o a San Vicente de Paúl, menos propenso a los deliquios mistico-ulcerantes pero tan entregado al prójimo y al lejano, como el de Umbría. Y lo pienso porque, como he adelantado ya, tengo la sensación de que últimamente -entiendo este adverbio de tiempo, hoy llamado sintagma, según creo, de acuerdo con tus medidas que sobrepasan todas las medidas, puesto que eres inconmensurable por definición- nos tienes muy abandonados, tal vez porque has renunciado a Tu papel de Providencia, con el designio de ver hasta donde somos capaces de llegar -suponiendo que no lo sepas desde el principio del principio de los siglos, y aun antes, como lo has de saber por fuerza, con grave riesgo de nuestra libertad o de Tu bondad infinita-, o tal vez porque te has arrepentido de nuevo de haber creado al hombre y estás preparando, como en la primera ocasión, un Diluvio universal a la medida de los tiempos que corren.
Cualquiera que sea la razón, el experimento me parece peligroso porque los hechos, miles de hechos, miles de miles de hechos, vienen dándole la razón al vapuleado mortal que, al decir “estamos dejados de la mano de Dios”, puso en circulación ese tópico ponderativo del número y la gravedad de nuestras desdichas que no necesitan recordatorio, dada Tu omnisciencia. No obstante, yo, que ya hace tiempo que vivo más del recuerdo que del presente o el futuro, no puedo evitar el deseo de sacarlos a flote, de recordártelos, con todo mi respeto, aunque mi legitimación para tal memorándum consista, tan sólo, en la nostalgia sorda, casi doliente, hecha de infancia, velas encendidas, primera Comunión –en la que me regalaron, entre otras cosas, una pluma estilográfica Watermann, con graves consecuencias para mi opinión sobre la fantasía de los donantes- y caramelo de frambuesa, con que he tenido que llenar el hueco que, luengos años ha, dejó tu ausencia en mi horizonte vital.
Desde esta nostalgia, que sigue doliendo, a la manera amarga y dulzona de los recuerdos infantiles sobre la Navidad y los Reyes Magos -pongo por caso de esparcimientos oficiales de carácter general-, desde esta nostalgia en cuyos entresijos se agita una vaga súplica de que existas, querido Dios, quiero, o más bien debo, evocar tanta miseria, tanta enfermedad, tanto bacilo de Yersin, tanto parado hambriento, tanto Hitler, tanto bomba de neutrones, tanto Stalin, tanto... Pero corto la lista porque ni es de buen tono continuar, ni te es necesario recordar nada, puesto que todo lo tienes presente, todo, de los megaterios a Santa Teresa de Jesús y de Asurbanipal al Andante Cantabile o la música rock, todo, lo mismo lo bueno que lo malo, aunque dudo que lo segundo sea compensado y menos aun superado por lo primero.
Y si todo lo tienes presente, ¡cómo debes sufrir con esta presencia simultánea del mal! Comprendo que te sientas inclinado a refugiarte en esa actitud pensante que te atribuía Hegel pero, a la par, estimo tal actitud tan imposible, tan inicua, tan blasfema, que he decidido no admitirla y licenciar de por vida esa faceta Tuya de pensamiento puro pensando sobre pensamiento puro que, según nuestro maestro Ortega, sólo se le podía ocurrir a la sesera de un profesor.
Me decido, pues, por esa otra que hizo posible la Missa Solemnis, La familia de Carlos IV y mis predilectos, el de Asís y el de Paúl, es decir, por una edición Tuya hecha a imagen y semejanza del hombre, pero en bueno, en sublime, aunque ello no hará desaparecer la necesidad de compadecerte y de rezar por ti, para que te sean dadas fuerzas con que sobrellevar esa tremenda simultaneidad y para que, olvidándote de los optimistas metafísicos que no suelen tener problemas para subsistir y conservar la molicie que los hace optimistas, pongas fin a lo que origina nuestros sufrimientos, de los que te hago la justicia de suponerte tan víctima como nosotros.
Sí, debo rezar por Ti, amigo Dios, pero no sé a quién. Te agradecería que me lo dijeras, que me contestaras sin intermediarios, sin una voz que sale de una zarza ardiente o un trueno en el camino que va a Damasco. Los años me han vuelto medroso y no apreciaría en su justo valor ninguna muestra de grandiosidad, ningún mysterium tremendum. Por eso, querido Dios, te ruego que me contestes con sencillez, con una carta, o una postal con tu paisaje predilecto y una cuantas líneas.
Tuyo, irremediablemente.
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