Por Juan Iturralde (publicado en el diario El Sol el 1 de marzo de 1991)
Al humilde servidor que suscribe no se le alcanza el significado de la frase capicúa que encabeza estas líneas, emblema de los Reyes Católicos Isabel y Fernando, que por cierto, no fueron los únicos que entre los monarcas hispanos, profesaron dicha religión, pues la conversión a la misma de la península ibérica data nada menos que del godo Recaredo y han continuado siéndolo hasta nuestros días. Pero es el caso que han pasado a la historia con ese sobrenombre, al igual que hubo in Alfonso el Casto -¡y el Pobre! porque la castidad es encomiable, pero no se puede decir que sea una virtud grata al cuerpo humano-. Viene lo anterior a que unos excelentísimos y reverendísimos obispos que pastorean la grey patria, han reanudado o iniciado un expediente o proceso de canonización de mi señora doña Isabel. Con este motivo, los medios de comunicación, en especial la TVE 1, han descrito a la futura reina Santa como una mujer bajita que no quería reinar. De bajita nada. Era una Trastámara grandota, metida en carnes de tez blanca y rubia, como lo fue su padre Enrique IV. Y de que no quisiera reinar, menos aún. La verdad es que Isabel respetó a su padre, que murió en esta capital y que tan pronto como este evento ocurrió y la hija lo supo, organizó un suntuoso funeral en Segovia y al día siguiente, 13 de diciembre de 1474, apoyada en los nobles que tomaron su partido, fue proclamada reina de Castilla y León, Galicia, et de coeteris, sin darle tiempo a su marido Fernando, que andaba por Aragón, a asistir a ninguna de las dos ceremonias. Item más, la reina proclamada mandó una suerte de carta pragmática que circuló por todo el país haciendo saber los eventos ya relatados. Y no tuvo empacho en desplazar a su hermana de vínculo sencillo que no hermanastra, como dicen, con error, historiadores, poetas y escritores en general) y primogénita, del padre de ambas, Enrique IV, que tenía todo el derecho del mundo al trono de Castilla y León, con el pretexto de que era bastarda, hija de don Beltrán de la Cueva, sin meterse en mayores averiguaciones. Ello no quiere decir que Isabel, con su ambición de poder, no resultara una gran reina, capaz de meter en cintura a los levantiscos duqueses y condeses que andaban en guerras intestinas desde los tiempos de Juan II, por lo menos, porque Isabel resultó una mujer enérgica, capaz de habérselas con el mismísimo Satanás, por intermediación de Fray Tomás de Torquemada, su confesor y primer inquisidor sobre el que ha caído, injustamente, la leyenda más negra de todas las leyendas negras.
Isabel ordenó también la expulsión de los judíos, pero esta medida muy dura, que fue en perjuicio de la economía hispana, siempre tan desnutrida, no fue un pogrom como los muchos que hubo no sólo en Rusia sino en el reino de Navarra, el principado de Cataluña y en la propia Castilla, por el bastardo Enrique de Trastámara, homicida de Pedro I el Cruel.
La historia es pródiga en leyendas cuya veracidad es difícil de desentrañar, como es de todos sabido. Una más de éstas es la de que Isabel I empeñó sus joyas para financiar el descubrimiento de América por Colón -el judío genovés, según Madariaga-, lo cual es falso de toda falsedad. Fue Luis de Santángel -probablemente también judío-, apoyado por Isabel y sin el beneplácito de Fernando, más astuto y maquiavélico que su real esposa, quien se atrevió a sacarse de la faltriquera los maravedíes y ducados necesarios para este negocio. Lo expuesto por el servidor que teclea estas líneas, no parece una base medianamente firme para levantar sobre ellas la canonización de esta nuestra señora Isabel. Un santo es otra cosa, en la opinión de quien suscribe: un ejemplo evidente, san Francisco de Asís, el varón que tiene corazón de lis, o san Vicente de Paúl, el francés que pasó de capellán de Margarita de Valois a ejercer la generosidad con un desprendimiento pocas veces registrado en la Hagiografía.
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