La publicación de Días de llamas se produce cuando su autor, Juan Iturralde (seudónimo de José María Pérez Prat), ya no pertenece al mundo de los vivos. En efecto, Iturralde, nacido en Salamanca en 1917, falleció en Madrid en 1999. Tras él apenas un par de relatos largos, El viaje a Atenas y Labios descarnados, que convirtieron a Iturralde en poco menos que un escritor clandestino. Sobre él primaba el ciudadano José María Pérez Prat, ocupado básicamente en sus labores profesionales como abogado del Estado. Sin duda, los conocimientos jurídicos de Iturralde son los que llevaron a Tomás Labayen, juez de instrucción, a ocupar el puesto de protagonista de Días de llamas, un libro (una novela en este caso) más que añadir a la copiosa bibliografía que nuestra guerra ha venido y viene suscitando. Lo novedoso de este libro –que ni por el título (en realidad un préstamo de Víctor Hugo) ni por la portada, la conocida fotografía de un bombardeo, presagiaba nada diferente- está en la ubicación contradictoria de Tomás Labayen. Y no porque en la guerra civil no hubiese gente dubitativa debatiéndose entre el sentimiento y la razón (el general de la Guardia Civil Escobar retratado por José Luis Olaizola en La guerra del general Escobar es uno de los más señalados), sino porque antes de Iturralde nadie había llevado a la novela (de nuestra guerra, ya se entiende) a alguien –caso de Tomás Labayen- encarcelado por la propia legalidad a la que él mismo no había hecho sino defender. Esta es, pues, la primera originalidad de Juan Iturralde: colocar en la situación límite de quien espera la muerte –ordenada desde su propio bando- a quien ha sido testigo, libre y directo, de los primeros meses revolucionarios. Esa espera distanciada –a Labayen, hombre frío, lo escoltan compañeros de infortunio llenos de angustia- contada en primera persona, termina llevando a ninguna parte, o eso deducimos de un final abierto o en suspensión, como el propio proceso ideológico de Tomás Labayen. A través de su mirada aparecen el alzamiento en Madrid, con especial atención a los sucesos del cuartel de la montaña, los últimos días del Toledo republicano, con el Alcázar como fondo evidente, y los días de cárcel del propio Labayen que coinciden con el primer invierno de la capital sitiada; el frente madrileño a punto de saltar por los aires, la llegada de las Brigadas Internacionales, los primeros bombarderos aéreos. Tenemos, pues, tres focos de atención, unidos por la presencia de Labayen: los dos primeros avanzando linealmente, el tercero alternando con los otros dos por medio de una técnica de flash-back bien trabajada. En todos ellos se despliega un excelente retablo en el que la familia Labayen, encabezada por el padre de Tomás, un coronel de derechas, muestra el cúmulo de contradicciones que se patentiza singularmente en el protagonista: un republicano burgués, lector de libros variopintos, pero más bien de ideología izquierdista, a quien no deja indiferente la caza del hombre organizada en su entorno. Y sin embargo, Labayen sigue sus labores jurídicas con ese deje de perplejidad de quien ha de sobrevivir entre tanto dislate. En paralelo con el deambular ciudadano de Tomás Labayen, éste hace un auténtico periplo urbano, lo que facilita su testimonio, aparece su historia de amor con Luisa, una mujer casada con el enigmático Norte; un affaire voluntariamente desangelado, porque a Iturralde, en su afán objetivo y, por lo tanto, distanciador, le salen entre tanta llamarada unos personajes desapasionados. Esta estrategia, sin duda, sirve para escribir historia, y uno no deja de preguntarse hacia qué lado quiso escorarse Iturralde: si hacia el de la historia, que se sirve de la literatura como pretexto, o en sentido contrario.
Sea como fuere, Juan Iturralde es un autor musculado que controla bien el progreso de la acción y de los personajes, que sabe hacer hablar en diálogos bien manejados y creíbles y que utiliza los hechos históricos como contrapunto de una acción que nunca se paraliza o decae. La profesión de Iturralde, por otra parte, es un buen pretexto para que éste pueda acceder a un Toledo en donde los tribunales revolucionarios reaccionan con impotencia cruel ante el espectáculo de un Alcázar que no termina de derrumbarse. Aquí es donde, tal vez, Tomás Labayen se manifiesta más perplejo en una tónica que se sublima en las reuniones familiares, y, sobre todo, en los encuentros eróticos y furtivos con Luisa. Encuentros que tienen lugar, por cierto, en un barrio de Salamanca nada batido por las bombas, en contraste con el de Argüelles, originario de Labayen, en primera línea de fuego. Tomás Labayen acaba encarcelado en una tierra de nadie del espíritu. Un territorio de la angustia al que Juan Iturralde no termina de sacarle el fruto épico que de él obtuvieran autores tan de derechas como Agustín de Foxá (Madrid, de corte a cheka) o Wenceslao Fernández Flórez (Una isla en el mar Rojo). Iturralde maneja mucho mejor la mirada, las sensaciones de su personaje, en sus recorridos peripatéticos por el Madrid sitiado y sus andanzas jurídicas por el Toledo que asedia y a su vez se ve asediado por las tropas nacionalistas, desviadas de la ruta hacia Madrid con el fin de dar el golpe propagandístico que terminarían asestando. Días de llamas, en fin, es una buena novela y un magnífico testimonio, también todo un alarde de objetividad, pero nunca, como nos quiere presentar su editorial, “la mejor novela sobre la guerra civil española”. Esto es mucho decir en un terreno en el que se han movido André Malraux, Georges Bernanos, Ernest Hemingway o, entre nosotros, Max Aub, Arturo Barea, Manuel Andújar, el Camilo José Cela de San Camilo 1936 o el mismísimo Juan Benet. Dejémosla en una novela apreciable y más que digna a la que en próximas ediciones convendría depurarla de las numerosas erratas que la afean y hacen a veces enfadosa su lectura.
Sea como fuere, Juan Iturralde es un autor musculado que controla bien el progreso de la acción y de los personajes, que sabe hacer hablar en diálogos bien manejados y creíbles y que utiliza los hechos históricos como contrapunto de una acción que nunca se paraliza o decae. La profesión de Iturralde, por otra parte, es un buen pretexto para que éste pueda acceder a un Toledo en donde los tribunales revolucionarios reaccionan con impotencia cruel ante el espectáculo de un Alcázar que no termina de derrumbarse. Aquí es donde, tal vez, Tomás Labayen se manifiesta más perplejo en una tónica que se sublima en las reuniones familiares, y, sobre todo, en los encuentros eróticos y furtivos con Luisa. Encuentros que tienen lugar, por cierto, en un barrio de Salamanca nada batido por las bombas, en contraste con el de Argüelles, originario de Labayen, en primera línea de fuego. Tomás Labayen acaba encarcelado en una tierra de nadie del espíritu. Un territorio de la angustia al que Juan Iturralde no termina de sacarle el fruto épico que de él obtuvieran autores tan de derechas como Agustín de Foxá (Madrid, de corte a cheka) o Wenceslao Fernández Flórez (Una isla en el mar Rojo). Iturralde maneja mucho mejor la mirada, las sensaciones de su personaje, en sus recorridos peripatéticos por el Madrid sitiado y sus andanzas jurídicas por el Toledo que asedia y a su vez se ve asediado por las tropas nacionalistas, desviadas de la ruta hacia Madrid con el fin de dar el golpe propagandístico que terminarían asestando. Días de llamas, en fin, es una buena novela y un magnífico testimonio, también todo un alarde de objetividad, pero nunca, como nos quiere presentar su editorial, “la mejor novela sobre la guerra civil española”. Esto es mucho decir en un terreno en el que se han movido André Malraux, Georges Bernanos, Ernest Hemingway o, entre nosotros, Max Aub, Arturo Barea, Manuel Andújar, el Camilo José Cela de San Camilo 1936 o el mismísimo Juan Benet. Dejémosla en una novela apreciable y más que digna a la que en próximas ediciones convendría depurarla de las numerosas erratas que la afean y hacen a veces enfadosa su lectura.
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