"De muerte y resurrección"
Con la edición de Labios descarnados se completa la recuperación editorial de la obra de Juan Iturralde (1917-1999). Hace dos años se reeditó su obra maestra, la memorable Días de llamas (Debate, 2000), y después se reimprimió El viaje a Atenas (Viamonte, 2001). Al alcance del lector está, pues, ya la obra completa e intensa de este escritor tan profesional, aunque no oficiara de tal, que firmó las novelas de José María Pérez Prat con seudónimo, que en este caso era su verdadero nombre literario, el de Juan Iturralde. Escritor tardío pero a tiempo.
Como El viaje, Labios se publicó en 1975. Ambas obras comparten el tema del viaje y la preocupación por la muerte, por el acabamiento trágico del hombre. En El viaje se trataba de un resistente griego, que veía cómo se derrumbaban todas sus ilusiones; en Labios se trata de un importante abogado de una gran empresa y catedrático excedente de literatura, en la difícil, problemática madurez de su edad –cincuenta y tres años–, que se encuentra abocado a un sombrío diagnóstico médico. Quitaba alguna convicción a El viaje el hecho, forzado por las circunstancias, de la ambientación griega de la fábula; no hay déficit en Labios, que narra el encuentro, o mejor su prólogo, del protagonista con la muerte. La circunstancia española –los últimos años del franquismo– palpita aquí con suficiencia.
Proceso de introspección
Inquietantes exámenes clínicos –inquietantes para el protagonista– dan la señal de salida en el relato; turbadores análisis dan la señal de llegada. La novela es la historia de un intenso proceso de intros-pección: enfrentado a la amenaza de la muerte, el abogado hace un lúcido balance de lo que ha sido su vida. Hijo de padre represaliado a causa de la guerra civil, su carrera profesional ha sido al final socialmente exitosa, aunque él la vea como una «carrera de fracasos», porque tiene la conciencia de que se ha dedicado a la «prostitución» al abandonar su auténtica vocación de profesor de literatura. El fracaso –así lo siente él– de la inminente muerte lo rodea de manera obsesiva; vive «rodeado de muertos», por todas partes ve los indicios de la fatal presencia mientras el impulso erótico, según la dialéctica freudiana de eros y tánatos, se le remueve, también compulsivo, marcando la novela de modo esencial. Esa dialéctica se inscribe dentro de una mirada analítica y precisa al mundo circun-dante, que a veces se produce a través de inteligentes enumeraciones y siempre se manifiesta con esa pasmosa ductilidad que poseía Iturralde para combinar espacios y tiempos, sin alterar el tiempo principal del relato.
Viaja primero en tren el protagonista y después lo hace en barco. El primer viaje es español y empresarial: acude desde Madrid a Bilbao convocado a un consejo de administración. El segundo viaje es americano y literario: marcha a Estados Unidos para dar unas conferencias sobre literatura española. En el curso de este viaje, en la ida, sufre una experiencia capital que lo pone al borde mismo de la muerte. Diez páginas gloriosas cubren este tramo culminante de la novela, en la que el protagonista padece un tremendo proceso alucinatorio en el curso de un episodio que no adelantamos al lector, y que es descrito por el narrador con majestuosa belleza y fresca inventiva. La narración se ordena en torno a esta secuencia culminante, de manera que es plausible considerar la historia como el relato de un ascenso, un punto culminante y un descenso, según muestra Luis Suñén en su prólogo. Este desarrollo no atenta, más bien la completa, contra la invocada estructura circular de la obra.
Entre realidad y pesadilla
En esas páginas el todopoderoso punto de vista del personaje principal alcanza su cenit. Marcan también una inflexión porque él no podrá sobreponerse nunca a esa experiencia y la muerte se convertirá no sólo en una amenaza sino también en casi una presencia física. El protagonista se identifica no por azar con el mito evangélico de Lázaro y fluctúa entre la realidad y la pesadilla. Su «reencuentro profesional» en forma de éxito –lo son sus conferencias– no saca ya al personaje de esta conciencia de Lázaro. La interpretación que efectúa de su preagonía es sintomática en su buscada ambigüedad. Tema este el de Lázaro recurrente en la literatura contemporánea; recordemos tan sólo los grandes poemas de Guillén («Lugar de Lázaro») y Cernuda («Lázaro»). La tumba no se cerró nunca más para Lázaro; tampoco se cierra para esta versión novelesca del mito. Por eso hay quienes han visto esta novela y El viaje como ilustración del tema o mito más amplio del descenso a los infiernos. El personaje soporta además en su conciencia el recuerdo de la guerra civil, en la que adoptó convicciones conservadoras por arbitrario enfrentamiento con su padre, que a punto estuvieron de costarle la vida. Por aquí, por su dramática experiencia carcelaria, entronca el protagonista de Labios con el magnífico juez de Días, Tomás Labayen.
Juan Iturralde escribió con Labios una espléndida novela –novela corta o relato largo, da lo mismo–, servida por un excepcional estilo de narrador. Sin ir contra la economía del género se despliegan aquí auténticas epifanías verbales. Pero en vano buscará el lector referencias a esta novela en algunas acreditadas enciclopedias y podrá comprobar la escasa atención que se dedica al autor en canónicos diccionarios de literatura. Es igual. El catador de esencias no se sentirá defraudado. Al final eso es lo que importa. Iturralde escribía para ese lector.
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