"Juan Iturralde desciende a los infiernos"
Si la guerra civil española ha tenido buena y mala suerte al ser tratada por la literatura contemporánea -buena en sentido cuantitativo y mala en el cualitativo, claro está-, en las letras españolas este mismo perfil se ofrece distorsionado al extremo: los testimonios son antes de combatientes que de artistas, aunque ambas condiciones se junten a menudo en un mismo testigo. ¿Qué puede haber impedido a un narrador del talento de Ramón Sender escribir la gran novela realista sobre la guerra civil? ¿Por qué el genio descriptivo de Barea se detuvo precisamente en la parte de su obra narrativa que a este tema se acerca? ¿Por qué Cela trasladó el debate a un plano de pesadilla moral, más que testimonial?
Poco a poco las esperanzas se desvanecen, los testigos de primera mano van desapareciendo, los acontecimientos se alejan. Si el viento de la historia determinó que en principio los testimonios narrativos a favor de los vencedores se ciñeran exclusivamente al territorio nacional -en el exterior, la batalla la perdieron desde los primeros momentos, tanto en las literaturas extranjeras con en la escrita en español fuera de España-, cuarenta años después la balanza se ha decantado implacablemente en su contra. Frente a la cantidad y calidad de testimonios narrativos producidos en el mundo entero a favor del bando republicano, los defensores del franquista hacen figura de excepciones cada vez más aisladas y curiosas.
Pero, desgraciadamente, las obras novelescas más valiosas que han tratado este tema son las que han apelado a su vertiente moral, tratándola también con fórmulas de moralistas y hasta abstractizantes. Mientras el testimonio de Gironella, que empezó muy bien, se despeñaba a cada nuevo título, los narradores más sabios construían fábulas morales, más que testimonios: así los propios Sender, Cela o Ayala.
Una excepción en las letras catalanas: Incerta gloria de Joan Sales. Hasta el largo reportaje de Max Aub se pormenoriza en exceso, el de Lera afloja su tensión al prolongarse. Todos, por lo general, reducen sus puntos de vista, renuncian a abarcar conjuntos para privilegiar casos y hechos particulares; en las mejores ocasiones estos casos producen obras importantes cuando alcanzan profundidad moral, como en algunas narraciones cortas de Ayala y Sender -el Réquiem, por ejemplo-, que se colocan en los primeros lugares de significación estética, al lado de algunos testimonios épicos, al estilo de fragmentos de Aub o L´Espoir, de Malraux.
Días de llamas, de Juan Iturralde, se coloca en primera fila de estos testimonios morales, y es, además, una de las más nobles excepciones a la afirmación que la llegada de la democracia no ha descubierto valores inéditos o libros escondidos a causa de la censura. He aquí la primera excepción de importancia. Iturralde surgió a la palestra literaria en 1975, poco antes de la muerte del dictador, con dos narraciones breves publicadas en un solo volumen: El viaje a Atenas y Labios descarnados. Eran en realidad dos versiones de un mismo tema, el viaje a los infiernos, a la muerte, de dos personajes diferentes pero significativos: un viejo guerrillero y militante comunista que regresa a su Grecia natal, encargado de una misión que puede llevarle a la muerte, y un viaje de un ex profesor y hombre de negocios en lucha contra su destino, que atraviesa una experiencia casi mortal para revisar su vida.
Pero este libro que acaba de aparecer fue en realidad la primera novela que su autor escribió y que tuvo que guardar en espera de tiempos mejores. Su primer libro, casi inadvertido, dejó constancia en pequeños círculos de especialistas de la presencia de un narrador riguroso y sereno, con ambición de objetividad. Días de llamas confirma y agranda esta presencia, a partir de hoy inexcusable.
Su testimonio de la guerra es nuevo, aunque parezca sorprendente a estas alturas. Es una visión interior, compleja y dividida. Son los meses iniciales de la guerra en Madrid y Toledo: el testigo, un juez, de familia conservadora y corazón progresista, sometido al huracán de los acontecimientos, espectador primero de una violencia que le subyuga y repugna al mismo tiempo, que intenta justificar en algunos momentos, domeñar en otros, ordenar siempre, para acabar sucumbiendo a ella después. Lo importante, en su entorno, no son los otros personajes, sino el contexto, en el que todos aparecen como víctimas y verdugos, como perseguidores y perseguidos, como "inocentes" agentes del mal. La violencia todo lo corrompe, y hasta la justicia se convierte en injusticia y terror, en mal absoluto. Se trata, pues, de otro viaje, de otro descenso a los infiernos. Una escritura pormenorizada, detallista y al mismo tiempo apresurada, sometida a un ritmo vertiginoso, donde los acontecimientos se agolpan en una serie acumulativa que, si bien puede acusar cierta monotonía y uniformidad -y ese es el único defecto tal vez de este libro ejemplar- perfora este peligro y lo disuelve en la pasión de un relato vertiginoso, de un monólogo objetivamente estremecido y, en el fondo disimuladamente acusador. Un examen de la conciencia degradada, por la degradación de la colectividad. Un testimonio implacable.
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