Días de llamas es una novela sobre la guerra civil española. Pero es, sobre todo, una magnífica novela, que se une, sí, a la lista de los testimonios literarios de Barea, Sender, Max Aub, Serrano Poncela y tantos otros, pero que lo hace para situarse en el lugar más destacado de tan amplia lista. Y no sólo porque su referencia al conflicto resulte de una implacable lucidez, sino, fundamentalmente, porque ello se consigue a través de una espléndida forma de narrar. Me parece importante iniciar estas líneas con tal salvedad, pues Juan Iturralde -seudónimo de José María Pérez Prat (Salamanca 1917)- aparece, además de cómo un riguroso observador de los acontecimientos que siguieron al levantamiento faccioso, como articulador de una meditación sostenida siempre en la literatura, tanto a partir de una adecuada concepción del lenguaje como de un hábil y medidisima utilización de los recursos narrativos. Profundidad analítica y valor cualitativo se confunden así a través de una visión que tiene en cuenta por igual la realidad del conflicto y la actitud ante él de un personaje que, definido mediante rasgos otorgados en exclusiva por el desarrollo de la ficción, constituye un modelo acabado del héroe enfrentado a su tan dramática circunstancia. A través de la digresión minuciosa del protagonista se sigue la historia que genera tal reflexión; de tal meditación se deduce la verdadera entidad del ámbito que acoge a lo narrado.
La novela de Juan Iturralde recoge el relato de su protagonista, Tomás Labayen -detenido en el Madrid sitiado por las tropas rebeldes- en torno a su experiencia de los días de una guerra todavía no terminada. Labayen, fiel desde su personalidad paradójica a la legalidad del Gobierno de la República, ha sido detenido por un poder paralelo -personificado en la figura de Isidoro, un miliciano que le odia desde su primer encuentro- del que, intuye, no podrá librarse. Labayen traza desde la cárcel un análisis de su actitud ante un drama colectivo que incide -reciprocamente también- en su propio drama personal. Hijo de un coronel progresivamente desafecto a la República, hermano de un pusilánime capitán de artillería de ánimo complejo, enamorado de la esposa de un alto jefe político de las milicias, Labayen, desde su papel de Juez Especial de la Rebelión, contempla lo que pasa ante sus ojos con una apabullante sinceridad, con la absoluta inteligencia que proporciona la cercanía del inevitable desenlace. No es necesario aportar ahora más datos argumentales en un novela que, sin embargo, se encuentra llena de ellos. La historia de Labayen no es sino el caudal principal hacia el que afluyen todas las demás anécdotas: del mismo modo que todo sale de las páginas de la novela a través de un personaje que asume la omnipotencia de un autor que sabe, sin embargo, renunciar a su verdad a favor de la de su protagonista. Quiero decir con ello que el juicio de Iturralde coincide con el de Labayen, naturalmente, pero será siempre éste y no aquél quien lo emita, desde su plenitud de ente de ficción magistralmente trazado.
Con la extensa digresión de su personaje, Iturralde ha conseguido un análisis ejemplar de la guerra civil: el que parte de un protagonista arquetípico, representación cierta de un modo de contemplar los acontecimientos a través de una sensibilidad contradictoria, siempre crítica, temerosa y penetrante, tierna y sincera, Labayen ve lo que sucede con los ojos de la duda, consciente de sus limitaciones, pero decidido también a mantener una quebradiza fidelidad a sí mismo que será, al fin, lo que acabe de condenarle. Piensa -nosotros no somos ellos- que un terror no significa otro terror del signo contrario, por más que su virtual institucionalización provenga de una interpretación peculiar de la razón objetiva, del lado del que debiera inclinarse la balanza de la guerra, pero también la de la justicia representada por la legalidad defendida. El temor a los que juzgan en la sombra sin preguntar siquiera se equilibra, entonces, con la admiración hacia quienes luchan en primera línea, el escrúpulo frente a una actuación como juez, probable y obligadamente no imparcial, con la conmoción, la ternura y el deseo de unirse a ellos sentidos al paso de unos milicianos que "eran la negación de la marcialidad". Es el afecto hacia aquellos que luchan por una verdad necesaria, por más que empleen en ocasiones unos métodos que Labayen -que recuerda en el sufrimiento de la incomprensión ajena al Barea personaje de La llama- sabe injustos, arbitrarios, pero lógicos en cuanto surgen de una realidad fraguada tras años de ignorancia, de sujeción, de humillación y hasta de hambre. Piensa, sin embargo, que el miliciano que le reprocha los pecados cometidos por los de su clase hubiera hecho, en su lugar, lo mismo. A pesar de todo se ve condenado por aquellos en quienes contempla la causa justa, esa misma causa que él, lleno de contadicciones acepta sin entusiasmo formal: "...el que no puede estar con unos por nada de mundo, tiene que conformarse con estar los otros". No se trata, entonces, de una visión en la que las virtudes y defectos se repartan al gusto, sino de una meditación profundisima sobre un drama de doble faz. Tomás Labayen es una víctima de su propia actitud vital, de la coherencia dramática de su postura ante la realidad, de su posición decidida a favor de una actuación justa por encima de cualquier tentación de hacer de la necesidad virtud. Se trata, pues, de la interiorización de un espectáculo épico. La objetividad del juicio -y Días de llamas como Tomás Labayen, es una novela que pretende ser implacablemente objetiva-, el cuestionamiento de las conductas nace de la posición del protagonista y la conclusión moral del relato se deducirá, igualmente, de los datos que éste ofrece. Es obvio que es el autor, a través de su personal lectura de la historia, quien ofrece en su escritura estas y no otras conclusiones, pero al hacerlo desde unas coordenadas estrictamente literarias -un "desde dentro" que parece ser siempre el del personaje- convierte su discurso no sólo en un análisis de la realidad, sino también y por encima de todo en una gran novela. Desde luego, es una de las mejores novelas en torno a la guerra civil española.
Creo que para quienes en su día -o después- leyeron los dos espléndidos relatos que componían el primer libro de Juan Iturralde, la lectura ahora, de Días de llamas no habrá hecho sino confirmar la excepcionalidad sorprendente de su autor, su extraña maestría. Lo mismo podrá hacer quien -dado que Días de llamas se escribió antes que El viaje a Atenas y Labios descarnados, aunque se publicara después- emprenda el ejercicio inverso. Un ejercicio que resulta de utilidad cierta por cuanto revela como Iturralde ha construido sus narraciones desde unas preocupaciones que conforman un mundo de caracteres física y moralmente muy determinados. Así, el análisis del personaje principal de Días de llamas remite inmediatamente a los protagonistas de las dos novelas publicadas anteriormente por su autor: el viejo revolucionario de El viaje a Atenas y el hombre de negocios desencantado de sí mismo de Labios descarnados. Las tres novelas se refieren, con las obvias variantes. A lo que, siguiendo a Propp, podríamos denominar como "viaje peligroso". Un viaje -de vuelta, sobre todo, en los relatos que componían el primer libro de Iturralde- que, naturalmente, presenta para el sujeto toda una serie de peligros a ser salvados. Los protagonistas de estas tres novelas deberán superar los obstáculos que franquean el dintel de su propio destino, inexorable y presentido en El viaje a Atenas, deseado en Labios descarnados e injusto pero redentor en Días de llamas. Los tres personajes son unos héroes que se enfrentan en solitario a su propia historia entrelazada necesariamente a la historia común. Se trata de un periplo que, inserto en el ámbito elegido como lugar para la ficción, se nutre tanto de la reflexión generada por el sujeto como de los datos inducidos de su contexto. Y ahí es donde Iturralde introduce esa suerte de épica al revés que configura todo el esquema mental que guía la conducta de sus personajes. Ioannis Vithynos debe vencer, en El viaje a Atenas, su precariedad física y esquivar a la policía política del régimen de los coroneles si quiere regresar a París junto a Tania. El profesor frustrado de Labios descarnados se encuentra también con un cúmulo de obstáculos interiores -catalizados por la presencia cercana de la muerte en el mar- que le llevan a la revisión de una actitud vital siempre vista por él como ortopédica. Tomás Labayen, por su parte, encuentra a su paso hechos que configuran apresuradamente su idea del mundo inmediato en conflicto con su teoría moral y articulan así su posición verdadera en aquél. Mientras en el primer caso los obstáculos son físicos, es la propia conciencia la que va creando las soluciones de continuidad necesarias para cuestionarse a sí misma -el protagonista de Labios descarnados va ordenando los estímulos exteriores ante los que se ve obligado a reaccionar de inmediato, aún en medio de la paradoja o la duda- en Tomás Labayen. Se trata en esencia de tres dramáticos caminos de perfección en los que la muerte -o su proximidad- y el sueño -como develador de claves ocultas- juegan un papel fundamental, ya como obligado fin de viaje, ya como origen de la reflexión de quien, por una razón u otra, intuye que se acaba su existencia propia. Esto adquiere en Días de llamas un especial valor, pues al hilo de ese discurrir es como se verifica el análisis del conflicto general en que se produce. Se establece, por tanto, una corriente que abastece de datos el juicio de la realidad y profundiza en la posición del protagonista ante ella. Y como toda progresíón, como toda disposición de elementos ordenada a una conclusión más o menos explícita. Días de llamas procura al lector la ineludible necesidad de seguir su historia, de dejarse captar por ella desde su inicio hasta su desenlace a través de una dosificación perfecta de los recursos de la intriga. Quiero decir con esto que Iturralde conoce también todos los recursos y asume los logros mejores de la novela más tradicional para procurar al lector el gusto por una entrega sin reservas, por asegurar una fidelidad imposible de ser quebrada. Y todo sin renunciar a nada, absolutamente a nada, de lo que a la escritura le corresponde como principio y fin de la historia, a nada de lo que el estilo manifiesta como carácter definidor de quien lo posee.
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