DÍAS DE LLAMAS
Las novelas sobre nuestra guerra civil me producen un cierto recelo debido a que el resentimiento y el partidismo desde el que suelen estar escritas se refleja en la presión agobiante que ejercen sobre el lector, obligándole a rechazarla y a preferir cualquier estudio histórico sobre el tema, más que invitándole a degustar el texto como creación literaria. Este perjuicio es el que me hizo tomar entre las manos con aprensión el libro que hoy comento y que la Gaya Ciencia, sin la menor albarca ni presentación previa, ha puesto recientemente en circulación. Pero aquella aprensión se deshizo pronto, dando paso al alborozado estupor con que acogemos los prodigios inesperados.
¿De dónde sale este desconocido Juan Iturralde (tras cuyo seudónimo se oculta, al parecer, un abogado salmantino de 63 años), desde cuándo ha aprendido a escribir así ni cómo se las arregla para quebrar los planteamientos habituales y convertir en la ficción de la más pura cepa –sin hacerle perder un ápice de su escalofriante realidad- un mundo y unas coordenadas históricas que creíamos tener de sobra repasados y hasta aborrecidos, reavivando la llama de los días y acontecimientos que el relato evoca?
El secreto de Juan Iturralde creo que reside en que ninguna de las noticias que nos da ni de las situaciones que retrata está traída a colación por sí misma ni con el ánimo de emitir juicios de tipo político, sino como pretexto para analizar el proceso mediante el cual una serie de síntomas confusos e incomprensibles se van convirtiendo en el cáncer que implanta su ley dando al traste, en espiral irreversible y vertiginosa, con el ritmo cotidiano de la vida. La transformación de esta cotidianeidad, evocada en vivo a través de la angustia y de la incomprensión que produce la constatación de su pérdida, ése es el verdadero tema de la novela.
El juez Tomás Labayen, a quien Iturralde ha cedido las riendas del relato en primera persona, trata de sobrevivir en el remolino que le arrastra, a base de conservar el descontento, la lucidez y la piedad, resistiéndose, cada día más a contrapelo, a abdicar de su condición de persona ni de su perplejidad ante la presencia insoslayable de unos acontecimientos que se atropellan en alud sin tiempo para ser reseñados. Pero sus preguntas se ven progresivamente desplazadas por la sensación de que todo es inútil, ciego, fatal, por la certeza de que no se puede esperar lógica, ayuda ni piedad ni nadie. Y en el seno de este desconcierto, requerido por argumentos profesionales, y familiares, zarandeado por sus cábalas y las ajenas, se va adaptando a vivir en un mundo de supervivientes, entre los discursos que la gente elabora como castillos en el aire, atento a los desajustes de su cuerpo, a los recuerdos, sin aroma, mustios y vivos a la par que le asaltan destilando dolor y podredumbre. Los rostros de los muertos que, en razón de su oficio, se ve obligado a contemplar, las diligencias para salvar a un hermano preso, las mentiras piadosas para aliviar la angustia de sus padres, enajenan su caminar sonámbulo por la ciudad –Madrid-, que a duras penas logra reconocer como el escenario de unos amores a los que vivía entregado inmediatamente antes de estallar el caos, calles por las que ahora circula extranjero y aterrado, retazos de un mundo ya no añorado siquiera, irremisiblemente arrastrado hacia el verdadero de lo proscrito. Y la evocación de aquella historia de amor se va haciendo cada día más ardua e irreal, caído del séptimo cielo a una geografía hostil e incomprensible y de ésta a una injusta prisión condenado a darle vueltas inútilmente a su pensamiento a toda velocidad, pero en el vacío, como un coche volcado con las ruedas girando al aire ya para nada. No hay lugar suficiente aquí para analizar tan detalladamente como merece el estilo de esta excepcional novela que coloca a su autor, de la noche a la mañana, entre los maestros de un género tan discutido como perpetuamente capaz de resurrección.
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