Un aliento que perdura

Por Mariano Navarro (publicado en la revista El Urogallo).

A la publicación en 1979 de Días de llamas sucedió un inmediato y unánime reconocimiento de la crítica más avisada a la categoría de su autor y a la importancia de la novela.(...)

(...) He de confesar primero que yo no la leí en el momento de su aparición, sino algunos años más tarde; como para otros muchos, la novela de Juan Iturralde me pasó desapercibida –indiferente resulta el porqué en mi caso personal, es relevante, sin embargo, que tal sea su situación para tantos a la hora de su reedición. Que desapareciera la editorial la GAYA CIENCIA lo explica sólo en parte, es igualmente cierto que los intereses de lectura y de mercado no le eran, en ese filo de los años ochenta en España los más propicios; creo también que ese desinterés es un síntoma que nos permite analizar con una exactitud sin alharacas ni triunfalismos lo ocurrido y proyectado durante estos últimos años en nuestra narrativa de éxito.

Supongo que era lógico que la novela no envejeciera. La perfecta simplicidad del texto del relato, lo bien sopesado de cada uno de los componentes, la elaborada verosimilitud, que alzaba una confesión personal a la categoría de lúcido y equitativo análisis histórico, no tenían porque sufrir merma de nigún tipo en un plazo de ocho años, y así ha sido. Casi una década después mantiene intactas su capacidad de sorpresa y la justicia de su interpretación.

Más raro me parece, sin embargo, que no sólo mantenga, sino que ahora se haga aún más relevante la coherencia con que se ensamblan en ella un proyecto y un modo narrativos, y aún más, que situándola junto a lo más renovador e interesante dado por los escritores españoles en los años transcurridos, respire con la misma fuerza y el mismo aliento que entonces. Se han seguido indudablemente, otras pistas; no creo que se haya llegado mucho más lejos; y no me refiero sólo a las novelas porteriores sobre la guerra civil, ni las descalifico por ello; hablo en general de la narrativa española de esta casi última década, e incluyo en ella lo más recientemente publicado.

Lo que a mis ojos distingue Días de llamas es que el narrador alcanza la grandeza y la profundidad de su visión no encarcelado en una “cheka”, sino sometido a la materialidad de los recursos narrativos; lo que seduce al lector y alza ante él la representación exacta de un mundo, desentrañándolo sin fatigas, no es el conocimiento histórico, sino la extensión y profundidad de las raíces sobre las que el texto construye su discurso propio; y resulta propio porque nada hay de mimético o sabido en ese alimentarse, sino, antes bien, exploración y búsqueda de un aprovechamiento más certero. Por decirlo con una imagen, Juan Iturralde consiguió ser Tomás Labayen en los trabajos forzados de la escritura.

Esa inscripción, en la veta más fecunda de la literatura española contemporánea, y el calado de su excavación, deparan al lector, como indudablemente depararon en el acto de la escritura al autor, la certidumbre de sus descubrimientos; hacen que el texto nos haga conocer más y conocer mejor.

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